Si Escuchas Su Voz

Dichoso El Que Confia en El Señor

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En numerosos pasajes de la Biblia, sobre todo en los salmos, se enfatiza la necesidad del hombre de poner toda su confianza en Dios. “Dichoso el hombre aquél que en el Señor pone su confianza” (Salm 40, 5). El profeta Jeremías dice: “Dichoso quien confía en el Señor, pues el Señor no defraudará su confianza: será como un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto” (Jer 17, 7-8). El Apóstol Pablo nos exhorta a confiar en el señor: “Porque dice la Escritura: Todo el que crea en Él no será nunca defraudado” (Rm 10, 11). “Si Dios está con nosotros ¿Quién estará contra nosotros” (Rm 8, 31). “Todo lo puedo en Aquél que me reconforta” (Flp 4, 13). El hombre debe reconocer los límites de la condición humana, las consecuencias del pecado, la necesidad de la gracia, la misma que no anula el libre albedrío como posibilidad para escoger entre el bien y el mal.

El Papa Francisco, en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, nos pone en guardia frente a lo que él denomina la “mundanidad espiritual”; una de las manifestaciones de esa ‘mundanidad’ se expresa en una nueva forma de pelagianismo, doctrina herética que fue condenada por la Iglesia en el pasado (XVI Concilio de Cartago, del año 418) y que, esencialmente se sustenta en la falsa convicción de que el hombre con sus solas fuerzas puede alcanzar la salvación, o por lo menos ser merecedor de ella, en virtud de las ‘buenas obras’, fruto de un ejercicio ascético, sin necesidad de la gracia de Dios. En el transcurrir de los tiempos esa corriente herética ha ido adquiriendo formas más sutiles, que sin negar explícitamente la necesidad de la gracia, la relativizan, la minimizan hasta llegar a reducirla a su mínima expresión, haciéndola inoperante. La religión termina siendo un ejercicio ascético, cumplimiento de normas y deberes, ritualidad, etc., Esas connotaciones neopelagianas pueden estar presentes, en cierto modo, en algunas formas prácticas de vivir la fe católica.

El neopelagianismo contemporáneo se expresa también en algunas visiones secularizadas (corrientes antropológicas, psicológicas, etc.,) que ensalzan las capacidades del ser humano, exaltando el Ego, la autoderminación, negando la realidad del pecado y sus consecuencias; se cree que el hombre con sus solas fuerzas puede lograr su pleno desarrollo y alcanzar la felicidad. Vuelve a traerse a colación la vieja discusión sobre las relaciones entre la naturaleza y gracia; entre lo que el hombre es capaz de hacer “por sí mismo” y lo que es capaz de hacer con la ayuda de Dios. Cuando esas concepciones invaden el ámbito de la fe las consecuencias son tremendas: el creyente acude al psicólogo en lugar del confesor, a los programas de autoayuda antes que a la orientación espiritual. No se trata, desde luego, de asumir una actitud pesimista de la condición humana, cayendo en el otro extremo: el jansenismo (doctrina que exagera las consecuencias del pecado en la naturaleza humana para exaltar la gracia de Dios), sino de reconocer las reales limitaciones del ser humano, tomando conciencia que, finalmente, no podemos hacer nada sin la ayuda del Señor, como dice Jesús en el evangelio: “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada” (Jn 15, 5). En el hombre redimido por la sangre de Cristo no puede hacerse una separación entre ‘naturaleza pura’ (sin la gracia) y ‘naturaleza elevada’ (por la gracia).

El mayor riesgo en la actualidad no es un ‘neojansenismo’ sino el ‘neopelagianismo’ que ensalza las capacidades del ser humano y la excesiva confianza en sí mismo. El ‘neopelagianismo’ - dice el Papa Francisco - es la actitud de “quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado” (Evangelii Gaudium, 94). Hay quienes se refugian en una “supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar” (Ibid). Eso genera, según el Papa, una cierta complacencia subjetiva, donde el individuo se encierra en sí mismo. En el fondo se pone la confianza en sí mismo, en las cosas, pero no en Dios. No hay un abandono del creyente en las manos de Dios, no hay una confianza en la acción del Espíritu Santo. Esa actitud es una desvirtuación total de lo religioso.

Hay personas “religiosas” que aparecen ante los demás como fieles cumplidoras de las “normas”, “códigos” y “reglamentos”, pero en sentido formalista, apegados a la letra sin vivir el espíritu de la misma. No olvidemos lo que dice Pablo, “la letra mata, el espíritu da la vida” (2cor 3, 6). La vida religiosa no puede reducirse al cumplimiento de una “regla”, o un formalismo cultural, sino que es vivir en el espíritu, un en dejarse conducir por el espíritu (Cf. Gál 5, 25); lo cual, desde luego, no significa que hagamos tabula rasa de las normas, sino que éstas deben tener el lugar que les corresponde. El exceso de formalismo mata el espíritu. No somos mejores porque cumplimos el mayor número de normas y códigos de ética, sino por vivir según el espíritu. Porque amamos al Señor cumplimos sus mandatos, pero el mero cumplimiento formal de sus mandatos no es garantía de nuestro amor a Dios.

El amor es más exigente que la ley. La ley establece unos límites precisos de lo que debemos o no hacer, el mandamiento del amor desborda todos los límites. La conducta humana no puede ser encasillada en unos códigos de ética, por muy voluminosos que estos sean. Siempre habrá situaciones que escapan a cualquier casuística. Siempre habrá casos que nos exigen actuar, y cuya actuación no está delimitada en ningún código o manual de moral, por lo tanto nos exige el discernimiento. Hay muchas cosas que no estamos obligados a realizar y, sin embargo, hacerlas o no tienen una connotación moral. La moral desborda el ámbito del puro deber. En definitiva: Dios no ha dado su ley como fin en sí misma, sino como medio para ayudarnos en el camino de la búsqueda de Dios. Fines en sí mismos son las personas. Vivir en el Espíritu es superar toda forma de legalismo o ritualismo; lo cual no significa menores exigencias, pues el amor supera ampliamente los límites del deber y de la ley. Es el Espíritu Santo quien nos anima y fortalece para vivir la nueva ley.