Si Escuchas Su Voz

‘Dios No Hizo La Muerte...’

Posted

Dice la Escritura que “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes, sino que todo lo creó para que subsistiera” (Sab 1, 13-14). No obstante esa afirmación categórica del libro de la Sabiduría, lo cierto es que la muerte ha estado siempre presente desde los orígenes mismos de toda forma de vida sobre el planeta, en ese sentido la muerte es irrefutablemente un “hecho natural”. Si, como dice el escritor sagrado, “Dios no hizo la muerte” se impone la necesidad de explicar su presencia, ¿Por qué existe la muerte? La respuesta que ensaya el mismo escritor sagrado es simple, por culpa del maligno, se la considera que es consecuencia del pecado: “Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su propia naturaleza, pero por envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sab 2, 23-24). Es evidente que el autor sagrado no enfoca la muerte como un hecho meramente natural propio de la naturaleza de todo ser viviente. No pretende decir que si el hombre no hubiera pecado hubiese vivido indefinidamente en la tierra, sin jamás morir. Si Adán no hubiera pecado igual hubiera muerto, en el sentido de llegar al término de su vida terrenal, pero la muerte no hubiera tenido ese aspecto trágico de ruptura que aún ahora tiene. Por otra parte, si la muerte fuese un hecho exclusivamente natural ¿Por qué la resistencia del hombre a morir?

 Dios no creó al hombre para la muerte, sino para la vida. “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos” (Mc 12, 27). Debemos entender entonces que “vida” en este contexto no se refiere a la vida meramente biológica, sino la vida que trasciende dicha esfera, que es participación de la vida de Dios. En efecto, dice Jesús: “Quien quiera salvar su vida la perderá;  pero quien pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará” (Mc 8, 35). Resulta claro que “vida” se utiliza aquí en dos sentidos: como vida terrenal (propia de todo ser vivo) y como “vida eterna” (participación de la vida divina). La vida terrenal se acaba, aunque no lo queramos, no está en nuestras manos prologarla indefinidamente, como dice el Salmista: “Comprada su vida nadie tiene, ni a Dios puede con plata sobornarlo” (Salm 49, 7); por más que nos aferremos a la vida terrena, ella escapa a nuestro control, no podemos evitar el hecho irremediable de la muerte; en cambio, la vida eterna, aquella que Dios nos ofrece como don, esa sí está en nuestras manos aceptarla o rechazarla, esa vida la podemos perder por culpa del pecado (negación de la gracia de Dios). No olvidemos también, por otra parte, que con la muerte se acaba el tiempo de merecer, la decisión moral fundamental se hace decisiva y definitiva, de ahí la necesidad de asumir con responsabilidad la existencia humana. Aunque la salvación es siempre obra de Dios, el hombre debe responder con la fe y “hacerse digno” de ganar la vida eterna.

Ante la irremediable finitud de la existencia humana muchos buscan exorcizar su miedo a la muerte. La sociedad occidental ha tratado de “domesticar la muerte”,  ‘civilizarla’; ha utilizado todos los recursos que ofrece la técnica para evitar que la realidad de la muerte deje rastros en el mundo de los vivos. Todos los días se habla de muertes, pero no de la muerte en cuanto tal y de lo que implica en su radicalidad. Hablar de la muerte se convierte en un tema tabú. En las ciudades modernas muchos entierros se hacen en estricto privado, el cadáver es maquillado para que tenga una buena apariencia, en definitiva: se busca disimular la realidad radical y trágica de la muerte, se busca expulsarla de la esfera de los vivos.

 Resulta patético los intentos de algunos personajes, con gran capacidad económica, de aferrarse desesperadamente a la posibilidad de vencer la muerte, creyendo que podrían ser ‘reanimados’ (vueltos a la vida terrena) después de varios años de muertos, cuando la medicina descubra la curación del mal que ocasionó su deceso; para ello esas personas invierten en vida, o a través de sus familiares, ingentes sumas de dinero en el alquiler o compra de cámaras especiales donde sus cuerpos puedan permanecer conservados íntegramente, a la espera de esa “resurrección material” como milagro de la ciencia. Cuando los familiares de esas personas difuntas no pueden seguir pagando el costo del mantenimiento para conservar los cuerpos intactos, se ven en la necesidad de proceder a su inhumación o cremación, así termina la esperanza en una resurrección terrenal. Todo esto nos revela que el hombre se resiste a morir para siempre, pues el hombre no ha sido creado para la muerte sino para la vida, sólo en Dios puede ver plenamente realizada esa esperanza de vida eterna. La resurrección de la cual la Biblia nos habla, no es, el de la resurrección que promete la ciencia, no es la reanimación de un cadáver o de unos restos materiales.

La muerte del cristiano, como señalaba el teólogo Karl Rahner, “No es sólo un fenómeno natural, no solo es manifestación del pecado. La muerte es también manifestación de nuestro conmorir con Cristo, la culminación de la apropiación, por parte nuestra de su muerte redentora” (Rahner, K.: Sentido Teológico de la muerte. Barcelona, Herder, 1965, p. 63). Cristo con su muerte en la cruz asumió y murió nuestra propia muerte, para que con su resurrección podamos también resucitar con Él. En los sacramentos, particularmente en el Bautismo y la Eucaristía, nos apropiamos de los méritos de Cristo obtenidos por su muerte redentora. Por el hecho de haber muerto Cristo,  y haber vencido a la muerte, esa gracia se ha hecho también nuestra. La apropiación de la muerte de Cristo transforma nuestra muerte. Con la muerte del cristiano, como dice K. Rahner, se cumple realmente lo que en el Bautismo se enuncia y acontece “sacramentalmente”: el morir en Cristo. En efecto, el bautismo es el comienzo sacramental de la muerte cristiana, porque es el comienzo de la vida de la gracia (Cf., Rm 6, 1-11). Definitivamente: El cristiano en gracia de Dios muere una muerte distinta a la del pecador.

 El 02 de noviembre la Iglesia conmemora a “Todos los fieles difuntos”, es decir, a todos aquellos hermanos nuestros, que después de dejar este mundo, tienen necesidad de pasar por un periodo de purificación temporal (Purgatorio) antes de llegar a su destino final (el Cielo).