Si Escuchas Su Voz

El Señor Está Con Nosotros

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La Navidad que hemos celebrado ha sido una invitación a descubrir la presencia del Señor en medio de nosotros, en la sencillez de un pesebre, en las personas que nos rodean, y en los acontecimientos del cada día. Ante el misterio de la encarnación y nacimiento del Hijo de Dios, la actitud fundamental es la contemplación; la palabra enmudece para dar paso al silencio, a la meditación y a la oración. María, madre del Salvador, es ejemplo claro de actitud de contemplación del misterio.

La Carta a los Hebreos no dice que Dios se ha revelado en todos los tiempos y de diversas formas: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios a nuestros padres en el pasado por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo” (Heb 1, 1ss).  Es Jesús quien nos revela el misterio del Padre, pues “a Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único que está en el seno del Padre, Él lo ha contado” (Jn 1, 18). Toda la historia de la salvación es una historia de la revelación de Dios. Esa revelación ha sido progresiva, es decir, Dios ha ido preparando a su pueblo para que pueda recibir la revelación divina; y, al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo único (Cf., Gál 4, 4), que se hizo ‘carne’ (hombre) y vino a habitar en medio de nosotros (Cf., Jn 1, 14). Ahora bien, el hombre debe responder a la revelación divina desde la fe, “cuando Dios se revela, el hombre tiene que someterse con la fe” (Dei Verbum, N.° 5). El conocimiento personal de Dios y su misterio nos es posible sólo desde a fe, como don de Dios dado al hombre.

El Prólogo del evangelio de Juan (Cf., Jn 1. 1-18) nos presenta de una manera muy sucinta, pero con mucha profundidad teológica, la identidad de Jesús: su condición divina y humana, su preexistencia como Palabra o Verbo de Dios y su existencia terrena. En efecto, desde el primer versículo del evangelio de Juan hay una alusión al libro del Génesis, al relato de la creación. En el principio Dios creó el cielo y la tierra por su Palabra (Cf., Gn 1, 1ss). El evangelista precisa que esa Palabra que existía desde el principio, y que estaba con Dios, era Dios (se refiere a la segunda persona de la Santísima Trinidad). El evangelista relata cómo el mundo fue hecho por la Palabra. Esa Palabra era la vida, la luz verdadera que ilumina a todo hombre. Después de haber descrito la preexistencia del Verbo de Dios y su actuación en la creación, el evangelista señala con toda claridad que “la Palabra se hizo Carne” (Jn 1, 14), es decir: se encarnó en el vientre purísimo de María por obra del Espíritu Santo. En Jesús, Verbo Encarnado, hay que distinguir una preexistencia terrena (como Verbo de Dios, segunda persona de la Trinidad) y su existencia terrena que comienza con su Encarnación. Como hombre Jesús tiene un comienzo, tiene una biografía; pero, como Verbo de Dios es eterno, existió desde siempre, no tiene un comienzo cronológico; sin embargo, en Jesús no se puede separar lo divino de lo humano, pues constituye una unidad indisoluble de dos naturalezas en una sola persona. El Verbo de Dios se hizo hombre para siempre; la Encarnación es un hecho irreversible. Desde que Dios se hizo hombre, Dios siempre será hombre sin dejar de ser Dios.

Hay muchos signos que nos hablan de la presencia del Señor en medio de nosotros; pero, para reconocerlos es necesaria la fe. El Señor está presente, independientemente de que lo reconozcamos o no. En varios pasajes del evangelio se pone en contraste dos tipos de actitudes: la del creyente que puede dar fe de los ‘milagros’ de Jesús, y la del ‘incrédulo’ que no es capaz de descubrir ningún signo de la presencia de Dios. En el episodio de los “magos de oriente” que van al encuentro de Jesús (Cf., Mt 2, 1-12), también se pone en evidencia dos tipos de actitudes: por un lado está la actitud de aquellos ‘magos’ venidos desde muy lejos, quienes al ver la estrella se llenaron de alegría y, viendo al niño se postraron rostro en tierra y lo adoraron (Cf., Mt 2, 10-11); para ellos fue una inmensa alegría reconocer al Señor en el humilde pesebre. Por otra parte, está la actitud de Herodes, quien al enterarse del nacimiento del Mesías salvador se sobresaltó (Cf., Mt 2, 3), se llenó de miedo y buscó la forma de eliminarlo por considerarlo una amenaza a su trono.

Decimos que “El Señor está con nosotros”; pero, alguien podría decir, ¿Dónde está?, podría suceder exactamente lo mismo que señala el evangelio de Juan: “Vino a los suyos pero no lo recibieron” (Jn 1, 12). La razón de ese “no reconocimiento” y “no recibimiento”, la explica el mismo evangelista: Porque ellos prefirieron las tinieblas a la luz, pues sus obras eran malas (Cf., Jn 3, 19). En efecto, Jesús es la luz que ilumina a todos los hombres, Él mismo se presentó como la luz: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no caminará en tinieblas” (Jn 8, 12). No reconocer a Jesús es andar en las tinieblas, que en el evangelio de Juan son sinónimo de pecado y muerte. ¿Dónde podemos reconocer esa presencia de Jesús? Él mismo nos lo ha dicho, está presente de diversas maneras. Él está presente en la comunidad que se reúne para orar en su nombre: “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20); está en el rostro del que sufre, con el cual el Señor se ha identificado, “…cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo” (Mt 25, 45). El encuentro con Jesús viene mediado por el encuentro con el ‘otro’, al cual llamamos ‘prójimo’, cuya presencia no podemos eludir. El Señor también está presente en su palabra, en los Sacramentos (particularmente en la Eucaristía). Él está saliéndonos siempre al encuentro, camina a nuestro lado, como lo hizo con los discípulos de Emaús (Cf., Lc 24, 13-35). Aquellos discípulos, como dice San Lucas (Cf., Lc 24, 35), reconocieron a Jesús resucitado al momento de la “fracción del pan”, referencia directa que hace el evangelista al Libro de los Hechos de los Apóstoles (Cf., Hech 2, 42), en el cual la expresión ‘fracción del pan’ se usa para hablar de la Eucaristía.

Nosotros, obviamente, no podríamos encontrarnos con Jesús si Él no estuviera presente en medio de nosotros, si Él (por su resurrección) no nos fuera accesible a nuestro tiempo y espacio. Por otra parte, el encuentro con Jesús nos lleva necesariamente a una transformación personal y social, a una responsabilidad ética con el ‘otro’. Nadie puede decir que se ha encontrado con Jesús sin que se haya producido un solo cambio en su vida, sin que previamente haya habido un encuentro con el ‘otro’.