Si Escuchas Su Voz

Interperlados Por La Palabra

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San Pablo, en la Segunda Carta a Timoteo, nos dice que “Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia” (2Tim 3, 16). La Palabra de Dios ocupa un lugar central en la liturgia, en los sacramentos; somos alimentados con el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía. Esa Palabra, como dice la carta a los Hebreos, “es viva y eficaz, más cortante que espada de doble filo” (Heb 4, 12). La eficacia de la Palabra de Dios es bien expresada por el profeta Isaías, cuando la compara con la lluvia que empapa la tierra y la hace fecunda (Cf., Is 55, 10-11); pero, para que la Palabra de Dios sea eficaz en nosotros, se necesita de nuestra cooperación, como la semilla necesita de la tierra fértil para germinar y crecer.

En la conocida parábola del sembrador (Cf., Mt 13, 1-23) Jesús compara la Palabra de Dios con la semilla que esparce el sembrador; nosotros somos el terreno que la acoge. La explicación del significado de esa parábola la da el mismo Jesús, y nadie mejor que Él para hacerlo; por lo tanto, no pretendemos aquí aclarar el sentido de esa parábola sino dejarnos interpelar por ella; ya no se trata tanto de preguntarnos por su significado sino por nuestra actitud, por nuestra respuesta ante la Palabra.

Los que nos dedicamos al ministerio de la predicación somos sembradores de la Palabra, en cuanto que cooperamos con Cristo el verdadero Sembrador; pero, también somos terreno sobre el cual cae esa Palabra como semilla; somos anunciadores, pero también destinatarios de la Palabra de Dios. Es entonces legítimo preguntarnos ¿Qué tipo de tierra somos? Recordemos que en esa parábola, Jesús nos habla de cuatro tipos de terreno sobre el cual cae la semilla de la Palabra: tierra de borde de camino, tierra pedregosa, tierra con abrojos, y la tierra buena.

Jesús mismo nos explica que se trata de cuatro actitudes frente a la Palabra. El primer tipo de tierra, la tierra de borde de camino, se refiere a aquellos que no son capaces de entender y aceptar la Palabra de Dios. El segundo tipo de tierra, la tierra pedregosa, se refiere a aquellos que aceptando la Palabra de Dios son inconstantes y se desaniman ante las dificultades de la vida; el tercer tipo de tierra, la tierra con abrojos, se refiere a los que acogen inicialmente la Palabra de Dios pero terminan siendo seducidos por las preocupaciones del “mundo” y las riquezas, lo cual les impide aceptar y vivir plenamente la Palabra de Dios; el cuarto tipo de tierra es, finalmente, la tierra buena, se refiere a los que escuchan la Palabra de Dios, la entienden, la aceptan y la ponen en práctica.

Y nosotros ¿Qué tipo de terreno somos? ¿Tierra de borde de camino, tierra pedregosa,  tierra con abrojos, o tierra buena? Tal vez seamos un poco de todo ¿Cuál es nuestra respuesta a la Palabra de Dios? ¿En qué medida nos dejamos transformar por la Palabra? ¿En qué medida dejamos que ella actúe en nosotros? Por muy eficaz que sea la Palabra de Dios, si no la acogemos ella no produce ningún efecto en nosotros; no porque la Palabra sea ineficaz, sino porque bloqueamos su eficacia, poniendo obstáculos a la acción del Espíritu.

El agricultor sabe muy bien que si esparce semillas en un camino, vienen los pájaros y se comen esa semilla; sabe muy bien que si siembra sobre una tierra sin arar, dura y pedregosa, puede nacer la planta pero se secará; sabe muy bien que si siembra en un terreno lleno de abrojos y mala hierba, no dejarán crecer la planta. El agricultor sabe muy bien que hay que mover la tierra, prepararla, quitar las piedras, los abrojos y las malas hierbas, para que la semilla pueda germinar y desarrollarse y, a su tiempo, producir los buenos frutos.

Como sembradores de la Palabra, esparcimos la semilla esperando que caiga en buena tierra. A veces podemos sentirnos desalen­tados porque no logramos ver los frutos esperados. Debemos confiar en que algo de lo sembrado fructificará; y que bastan unos pocos buenos frutos para justificar nuestro esfuerzo desplegado. Tenemos que sembrar con esperanza, nuestro oficio no es el de cegar, cosechar, sino el de sembrar con abundancia, con generosidad, sin cálculos, sin miedo a desperdiciar semilla en terrenos no muy buenos, sin desilusionarnos de antemano por la ausencia de signos positivos de respuesta en la gente.

¡Cuántas veces hemos leído, escuchado y meditado la Palabra de Dios! pero ¿Qué ha producido en nosotros? Corremos el riesgo de convertirnos en sólo oyentes de la Palabra, o peor aún intentar domesticar la Palabra, es decir, acomodarla a nuestros intereses, hacerla inocua, ineficaz, inoperante. ¡Cuántas veces no queremos tomar en serio la Palabra de Dios! pues podemos sentir que nos incomoda, que nos desinstala, nos desarma, cuestiona nuestras falsas seguridades hasta dejarnos sin piso.

Cuando la Palabra de Dios nos parece comprometedora, entonces se puede asumir actitudes defensivas: una de esas actitudes consiste en pensar que esa palabra no va dirigida a nosotros sino a los otros; otra actitud puede ser cambiar o modificar el significado de esas palabras, es decir, acomodarla para que no genere en nosotros ningún conflicto, y así poder quedarnos tranqui­los. Hay  personas que prefieren inmunizarse de la Palabra de Dios, es decir, tienen la increíble capacidad de escuchar la palabra de Dios tantas veces sin perturbarse en lo más mínimo; se llega al punto en que la Palabra de Dios no les produce ningún efecto, es una palabra más, le han quitado toda su eficacia, entonces se cumple lo que dice el profeta Isaías (Cf., Is 6, 9-10), cuyas palabras son citadas en el evangelio: “oyen con los oídos sin entender, miran con los ojos sin ver; porque está embotado su corazón” (Mt 13, 14-15). Cuando se ha endurecido, embotado el corazón, la Palabra de Dios rebota sin producir ningún efecto.

Ciertamente, la Palabra de Dios es viva y eficaz en sí misma; pero, por su libertad, el hombre puede cerrar su corazón a la Palabra. Hay pastores que, en algunas ocasiones, experimentan la sensación de predicar en el desierto, piensan que la Palabra cae en saco roto, que no hace ninguna mella en el corazón de los oyentes; pero, no debemos dejarnos llevar de esa impresión, no olvidemos que Dios hace su obra silenciosamente. Nadie se convierte por nuestra predicación si no es movido por la gracia. La predicación tiene que estar centrada en la Palabra de Dios, no en nuestra propia palabra; antes el predicador debe dejarse interpelar por la Palabra, asimilarla interiorizarla, hacerla vida; luego puede comunicarla a los demás.