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La Fe No Es Un Salto Vacio

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El Concilio Vaticano I (1869-1870), enseña que la fe “…es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos” (Constitución Dogmática sobre la fe católica. Cap. 3, De la Fe, Dz. 1789). El asentimiento de la fe se basa, pues, en la autoridad de Dios. La fe, por otra parte, es también una respuesta libre del hombre, movido por la gracia, a la revelación divina. La Iglesia nos enseña que “la fe es, ante todo, una adhesión personal del hombre a Dios; es, al mismo tiempo, e inseparablemente, el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado” (Catecismo de la Iglesia, N.° 150).  La revelación divina se encuentra contenida en la Sagrada Escritura y la Tradición (“depósito de la fe”). La Iglesia es custodia e intérprete autorizada de ese depósito de la fe. 

En el acto de fe interviene, al mismo tiempo, la gracia de Dios y la libertad humana. La Iglesia enseña que “sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar su confianza en Dios y adherirse a la verdades por Él reveladas” (Catecismo de la Iglesia, N.° 154). Hay, - se nos dice - una cooperación de la inteligencia y la voluntad con la gracia divina; en este punto el Catecismo de la Iglesia cita a Santo Tomás de Aquino: “Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia” (S. Th. 2-2, 2, 9)” [Catecismo de la Iglesia, N.° 155]. El acto de fe no es ciego, no es una especie de salto al vacío cuyo único fundamento sea la “autoridad de Dios” que no puede engañarse ni engañarnos. En el ámbito católico se reconoce que hay motivos de credibilidad, preámbulos de la fe que nos ayudan a realizar un acto de fe, plenamente libre y no contrario a la razón. El asentimiento de la fe, como enseña la Iglesia, no puede ser nunca un “movimiento ciego del espíritu” (Cf., Catecismo de la Iglesia, N.° 156). Desde esta perspectiva, el creyente tiene que dar razones de su fe y esperanza (Cf., 1Pe 3, 15). La fe busca ser inteligida y la razón debe abrirse a la fe. San Agustín nos dice: Credo ut intelligam, intelligo ut credam (Creo para entender, y entiendo para creer). La Iglesia nos enseña que, si bien “la fe está por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas” (Catecismo de la Iglesia, N.° 159).

En la Biblia, Abraham es uno de los personajes que es presentado como prototipo del creyente que demuestra en la práctica la absoluta confianza en la Palabra del Señor y el sometimiento a su voluntad. En el libro del Génesis se nos describe la historia de Abraham, su vocación, las pruebas por las que tuvo que pasar y de las que salió airoso. Abraham fue llamado a abandonar su tierra cuando era ya un anciano (Cf., Gn 12, 1ss), salió hacia lo desconocido confiando solamente en las promesas de Dios; ante esa primera llamada no pidió explicaciones, ni menos pidió garantías del cumplimiento, simplemente confió. Dios le exige a Abraham abandonar todas sus seguridades (su tierra, su familia), no lo provee de ninguna certeza sino de promesas: promesa de poseer una tierra desconocida, tener una numerosa descendencia. Abraham, no obstante las dudas que hubiera podido tener al hacer su discernimiento, debe confiar absolutamente en la promesa de Dios; por ello, la Carta a los Hebreos nos presenta a Abraham como un héroe de la fe: “por la fe Abraham, llamado por Dios, obedeció la orden de salir para un país que se le daría como herencia, y partió sin saber a dónde iba. Por la fe vivió como forastero en esa tierra prometida” (Hb 11, 8ss). 

Dios le promete a Abraham que tendrá una descendencia tan numerosa como ‘las estrellas del cielo’ y poseer una tierra fértil que mana leche y miel (Cf., Gn 15, 1ss). Abraham era plenamente consciente de su edad y que su mujer Sarah era también avanzada en años y además estéril; para cualquier persona, en esas condiciones, no resultaba fácil poder creer en la promesa de tener una ‘numerosa descendencia’. Como hemos señalado, el acto de fe no es un acto ciego, como el que dice “creo porque creo”, no es contrario a la razón, por ello el mismo Abraham plantea preguntas que pueden aparecer como dudas o cuestionamientos: “Mi Señor, Yahvé, ¿Qué me vas a dar si me voy sin hijos…” (Gn 15, 2). Entonces Dios le mostró el cielo estrellado y le dijo: “Mira el cielo, cuenta las estrellas si puedes’ y añadió ‘así será tu descendencia’” (Gn 15, 5). No es una respuesta que despeje sus dudas, es nuevamente una invitación a creer confiando fundamentalmente en la Palabra del Señor. Abraham, responde desde la fe: “Abraham creyó al Señor y se le contó en su haber” (Gn 15, 6).

Cuando Dios le dice que le dará la tierra en propiedad, Abraham pregunta: “Señor, ¿Cómo sabré que voy a poseerla?” (Gn 15, 8); esta vez el Señor garantiza el cumplimiento de sus promesas haciendo una alianza con Abraham. La mayor de todas las pruebas por las que tuvo que pasar Abraham fue el pedido de sacrificar a su propio hijo Isaac (Gn 22, 1-18), el hijo que supuestamente era la garantía del cumplimiento de las promesas de una “descendencia numerosa”. A la luz de la razón dicho “pedido” aparece como irracional, como irracionales nos aparecen los sacrificios humanos practicados históricamente en varias religiones paganas antiguas. La conclusión del relato del sacrificio de Isaac, en el que se destaca la intervención de Dios para impedir la consumación del sacrificio, nos lleva a comprender no sólo la fidelidad de Abraham, sino también una condena implícita a la práctica común de sacrificios humanos de las religiones paganas en tiempos de Abraham. Dios nos pide no atentar contra la vida de ningún ser humano, y menos por motivos “religiosos”.

Al hombre de fe no dejan de asaltarle las dudas, no deja de hacer cuestionamientos; pero, por sobre todo, confía en la Palabra del Señor. La fe, sin anular la razón, exige de algún modo dar un ‘salto’, pero que no es un “salto al vacío”. La fe no puede ser racionalizada. Creer en Jesús no es el resultado de un largo proceso de razonamientos. El acto de fe desborda o trasciende los cánones de la razón y de la ciencia; lo cual no significa que la fe sea contraria a la razón y a la ciencia.