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La Palabra Como Pan de Vida

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En los evangelios Jesús aparece como el verdadero pastor (Cf., Jn 10, 1ss) que conduce a su rebaño hacia las verdes praderas y fuentes de agua viva (Cf., Sal 22, 1-2); se preocupa por los más pobres y necesitados, expresa su solidaridad para con ellos, manda a sus discípulos a que alimenten a la multitud (Cf., Jn 6, 1-15); pero, también nos hace recordar, haciendo referencia a un texto del Deuteronomio (Cf., Dt 8, 3), que: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4). El hombre no está en la tierra para satisfacer solamente sus necesidades materiales. La Iglesia, como ha dicho el papa Francisco, no puede tampoco convertirse en una especie de ONG para atender asuntos sociales, aliviar el problema del hambre y la miseria en el mundo. Eso no significa, desde luego, que la Iglesia sea ajena a los problemas de la sociedad y permanezca al margen de ellos; por el contrario, la Iglesia no puede renunciar a su compromiso con los más pobres y excluidos de la sociedad. El papa Francisco señala con toda claridad que “nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social” (Evangelii Gaudium, 201). La opción de la Iglesia por los pobres no puede, sin embargo, reducirse a realizar acciones o programas de promoción y asistencia social, sino que “la opción por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria” (Evangelii Gaudium, 200). Los pastores no pueden dejar de proveer a los fieles el alimento espiritual.

La Palabra es alimento espiritual, es pan de vida eterna. Esa Palabra, como dice la Carta a los Hebreos, “es viva y eficaz, más cortante que espada de doble filo” (Hb 4, 12). La eficacia de la Palabra de Dios es bien expresada en el libro del profeta Isaías, cuando se la compara con la lluvia que empapa la tierra y la hace fecunda (Cf., Is 55, 10-11); pero, para que la Palabra de Dios sea eficaz en nosotros, se necesita de nuestra cooperación, como la semilla necesita de la tierra fértil para germinar, crecer y producir frutos.

El Concilio Vaticano II, como hemos mencionado en un artículo anterior, ha destacado la gran importancia que tiene la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia, particularmente en la Liturgia; la Iglesia siempre ha repartido a sus fieles “el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo” (Dei Verbum, 21). Es importante destacar que no se trata de “dos mesas” sino de una sola mesa en las que se nos da el pan de vida (Palabra de Dios y Cuerpo de Cristo). Si bien decimos que la Misa tiene dos partes (Liturgia de la Palabra y Liturgia Eucarística), no olvidemos que constituye un único acto de culto (Cf., Sacrosanctum Concilium, 56). La liturgia de la Palabra no puede reducirse a una mera preparación para la Liturgia Eucarística, en ambas se nos manifiesta el misterio de Dios y se nos alimenta con el pan de vida. Hay diversas circunstancias personales por las cuales muchos fieles no pueden alimentarse con el pan de la Eucaristía, pero sí pueden hacerlo siempre con el pan de la Palabra. La Palabra no es mera instrucción, es también alimento espiritual, es pan de vida. De ahí la enorme importancia de dar el lugar que le corresponde a la Palabra de Dios, a la meditación asidua de la Sagrada Escritura.

La Iglesia nos enseña que “la parte principal de la Liturgia de la Palabra la constituyen las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura, junto con los cánticos que se intercalan entre ellas; y la homilía, la profesión de fe y la oración universal u oración de los fieles, la desarrollan y la concluyen. Pues en las lecturas, que la homilía explica, Dios habla a su pueblo, le desvela los misterios de la redención y de la salvación, y le ofrece alimento espiritual; en fin, Cristo mismo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles” (Instrucción General del Misal Romano, 55). El texto recoge lo expresado en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, en el sentido de que Cristo “está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla” (Sacrosanctum Concilium, 7). En la Misa, la homilía debe centrarse en la Palabra, ser una explicación de las lecturas, como una expansión de la Palabra de Dios, y no una exposición de las opiniones personales del predicador.

El papa Francisco ha expresado nuevamente la importancia de la Palabra de Dios: “Deseo vivamente que la Palabra de Dios se celebre, se conozca y se difunda cada vez más, para que nos ayude a comprender mejor el misterio del amor que brota de esta fuente de misericordia (…) Sería oportuno que cada comunidad, en un domingo del Año litúrgico, renovase su compromiso en favor de la difusión, el conocimiento y la profundización de la Sagrada Escritura: un domingo dedicado enteramente a la Palabra de Dios para comprender la inagotable riqueza que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo” (Misericordia et Misera, 7).

La Palabra de Dios tiene como destinatarios al pueblo de Dios, y no sólo a los especialistas en Sagrada Escritura; el Espíritu Santo da sus luces a todos, a fin de que la entendamos; pero, también es cierto que la Iglesia, a través de su Magisterio, es la que tiene el “oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios oral o escrita” (Dei Verbum, 10). Esa Palabra debe ser explicada, entendida y asimilada. Es muy recomendable que los fieles cristianos, durante la semana, mediten las lecturas bíblicas seleccionadas para la misa de cada día, de ese modo enriquecerán su vida espiritual. No debe faltar, asimismo, el acompañamiento de los pastores que siempre deben estar disponibles para orientar a los fieles laicos en el conocimiento e interpretación de la Biblia.

Para acercarnos a la Palabra del Dios debemos tener siempre una actitud de apertura al Espíritu, que sopla donde quiere y en quien quiere. Debemos leer la Biblia no como si fuera un “libro de ciencia” o un bello relato del pasado, sino como palabra de vida, siempre actual, en la cual encontramos la verdad para nuestra salvación. Es necesario, antes de comenzar a leer un texto bíblico ponernos en actitud de oración y humildad, dispuestos a escuchar y dejarnos interpelar por esa Palabra, pues Dios sigue hablando también al hombre de hoy, como le habló en el pasado; asumamos la actitud de Samuel, digámosle al Señor que se dispone a hablarnos a través de la Biblia: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1Sam 3, 9).