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Religión, Fe y Política

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La fe, presupuesto esencial de cualquier religión, no puede ser algo separado de la vida, sino que involucra todas las dimensiones y esferas de la actividad humana. De ahí que la fe tenga que ver con la forma cómo se organiza una sociedad, tiene que ver con la “cosa pública”, con la búsqueda del bien común, es decir: con la política.

Las relaciones entre religión, fe y política han generado más de un conflicto. Si bien es cierto que fe y política son distintas y no pueden confundirse, en la práctica se dan estrechamente entrelazadas. En la historia encontramos varios ejemplos de invasión de ámbitos, situaciones en las que se mezclaba lo político con lo religioso; en algunos casos se pretendía utilizar la religión con fines políticos. En el pasado hemos visto a reyes y gobernantes que confundían su causa con la causa de Dios; y, por otra parte, hemos visto también ejemplos de autoridades religiosas del más alto nivel con pretensiones políticas, con aspiraciones de poder terrenal. También en la actualidad pueden presentarse situaciones de conflicto entre la forma de practicar una religión y las normas y leyes que regulan un Estado no confesional.

El Concilio Vaticano II, nos enseña que la Iglesia, en razón de su misión y competencia, “no se confunde de modo alguno con la comunidad política, ni está ligada a sistema político alguno…La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno” (Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 76). Esto no significa, desde luego, que no haya cooperación entre ambas. Los cristianos, según sea su condición, deben participar en la política, sin confundir la realización del Reino de Dios con un proyecto meramente político. El Papa Juan Pablo II, nos dice que “los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la ‘política’; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común” (Exhortación Apostólica Post Sinodal Christifideles Laici, Sobre la Vocación y Misión de los Laicos en la Iglesia y en el Mundo, N.° 42).

Hay que precisar que la Iglesia distingue dos conceptos de política y de compromiso político, según eso se define cuál debe ser la participación de los miembros de la jerarquía de la Iglesia, los religiosos y los fieles laicos. La primera perspectiva se refiere a la política “en su sentido más amplio que mira al bien común, tanto en lo nacional como en lo internacional” (III Conferencia del Episcopado Latinoamericano [1979]: Documento de Puebla, 521). A ese nivel se fijan los principios generales que orientan las relaciones de la comunidad política. El segundo concepto, o nivel de la política, es el que hace referencia a la política partidaria; es allí donde finalmente se concretan los proyectos políticos. La realización de esta tarea – dicen los obispos—“se hace normalmente a través de grupos de ciudadanos  que se proponen conseguir y ejercer el poder político para resolver las cuestiones económicas, políticas y sociales, según sus propios criterios e ideologías” (Documento de Puebla, 523). La política partidista es el campo propio de los laicos; son ellos los que constituyen y organizan partidos políticos, y diseñan las estrategias para lograr sus fines (Cf., Documento de Puebla, 524). Los obispos, así como los sacerdotes y diáconos deben despojarse de toda ideología político-partidista que puedan condicionar sus criterios y actitudes (Cf., Documento de Puebla, 526-527).

La política no puede ser ajena a la acción evangelizadora de la Iglesia. La Iglesia, decían los obispos en Puebla, debe discernir e iluminar, desde el Evangelio y su enseñanza social, la vida política, “aun a sabiendas que se intente instrumentalizar su mensaje” (Cf., Documento de Puebla, 511).  La Iglesia, “siente como su deber y derecho estar presente en este campo de la realidad: porque el cristianismo debe evangelizar la totalidad de la existencia humana, incluida la dimensión política. Critica por esto, a quienes tienden a reducir el espacio de la fe a la vida personal o familiar, excluyendo el orden profesional, económico, social y político…” (Documento de Puebla, 515). La Iglesia apuesta por el hombre, por el respeto a la inalienable dignidad de la persona humana, más allá de cualquier ideología política. Cuestiona a ciertas ideologías y partidos políticos con visiones absolutistas que pretenden someterlo todo y que tratan de utilizar a la Iglesia, o quitarle su legítima independencia. “Esta instrumentalización, que es siempre un riesgo en la vida política, puede provenir de los propios cristianos y aún de sacerdotes y religiosos, cuando anuncian un Evangelio sin incidencias económicas, sociales, culturales y políticas. En la práctica, esta mutilación equivale a cierta colusión—aunque inconsciente—con el orden establecido” (Documento de Puebla, 558).

Todos los ciudadanos, creyentes o no, tiene la obligación ética de trabajar por el bien común, teniendo como fin el bien de la persona humana. ¿Cómo entiende la Iglesia este “bien común”? “El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad la perfección” (Gaudium et Spes, 74). El cristiano no puede eludir su compromiso en la transformación del mundo, bajo pretexto de que “no tenemos aquí una ciudad permanente” o que “somos ciudadanos del cielo”. Es la propia fe, como bien señala el Concilio Vaticano II, la que nos obliga a asumir responsablemente nuestros deberes temporales en la sociedad. Están en un grave error quienes separan los asuntos temporales de la práctica religiosa, o pretenden reducir la vida de fe meramente a “ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (Gaudium et Spes, 43).

El fiel laico que participa activamente en política, sea como gobernante, miembro del congreso, o cualquier otro cargo de elección popular; así como, el que participa como simple elector, no pueden ignorar, en la esfera política, su condición de creyente, no puede hacer dicotomías. El católico tiene la obligación de estar en comunión con sus pastores y adecuar su conducta a las enseñanzas oficiales de la Iglesia, en materia de fe y costumbres (moral). Si bien es cierto que en el ámbito de la política partidaria los laicos gozan de la debida autonomía, en virtud de un sano pluralismo, “ningún fiel puede, sin embargo, apelar al principio del pluralismo y autonomía de los laicos en política, para favorecer soluciones que comprometan o menoscaben la salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad” (Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe: Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, del 24 de noviembre de 2002, N.° 5). El católico no puede pretender llevar dos vidas paralelas: una de fe y otra de político; asimismo, “sería un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia” (Ibid., N.° 6).