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¿Un Difunto Llamado Jesús?

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La fe en la resurrección de Jesús no fue el resultado de un proceso reflexivo hecho por los apóstoles después de los acontecimientos del Viernes Santo, un reacomodo a las nuevas circunstancias ante la ausencia del maestro, sino que surge a partir del encuentro con el Resucitado. Los textos bíblicos neo-testamentarios  relatan con toda claridad que la génesis de la fe pascual se produce por la iniciativa del Resucitado, es Él quien sale al encuentro de sus discípulos apareciéndoles en distintas circunstancias. Esas ‘apariciones’ no son un mero recurso literario narrativo, sino que expresan un acontecimiento real. No se trata de ‘alucinaciones’ de los apóstoles, tampoco de ‘visiones interiores’, o de carácter psicológico, sin correspondencia con una realidad objetiva. Los cristianos llegan a la plena convicción de que Jesús está realmente vivo, y que es posible para el creyente encontrarse con Él.

La naturaleza específica de ese ‘encuentro’ con el Resucitado es imposible de determinar desde una perspectiva científica, pues no se trata del encuentro con alguien que ha vuelto a las mismas condiciones de su existencia terrenal, lo cual sí sería objeto de un control empírico independiente de la fe. Resucitar no significa “levantarse del sepulcro” como si se tratase de la reanimación de un cadáver, como por ejemplo el caso de Lázaro o cualquiera de los milagros de ‘resurrecciones’ obrados por Jesús que nos relatan los evangelios. Esto no significa, desde luego, poner en tela de juicio la resurrección corporal de Jesús; pues ‘corporal’ no es sinónimo de “materia orgánica” u organismo. No debemos tampoco imaginar la resurrección, al final de los tiempos, en el sentido literal de que todos los muertos se levantarán de sus tumbas. La resurrección no es un retorno a la vida terrena, sino el paso a una vida gloriosa que implica la transformación de nuestros cuerpos mortales (Cf., Flp 3, 21; 1Cor 15, 35-53), sin poder determinar el cómo será esa transformación.

No debemos olvidar que los discípulos no esperaban la resurrección de Jesús, pues, como bien señala San Juan, “No habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 9). El episodio de los discípulos de Emaús (Cf., Lc 24, 13-35),  pone en evidencia el estado anímico de los discípulos, el sentimiento de frustración y desesperanza ante los acontecimientos del Viernes Santo. Para esos discípulos la historia de Jesús había terminado con su muerte, es decir, Jesús era un difunto, un personaje del pasado. No obstante que admiten haber escuchado rumores o versiones de unas mujeres que manifestaban haber tenido noticias de que Jesús estaba vivo, y haber constatado el sepulcro vacío, todo eso no alentaba en ellos ninguna posibilidad real de que hubiera resucitado. En efecto, un sepulcro vacío no constituye ninguna prueba de la resurrección de Jesús; en el mejor de los casos es solo un indicio, pero insuficiente por sí mismo para llevarnos a la convicción de que Jesús ha resucitado. La fe en la resurrección se sustenta  no solo en el testimonio de otras personas, sino sobre todo en la experiencia personal del encuentro con el Resucitado. Dicho encuentro tiene que ser mediado necesariamente por la fe; pero esa fe es suscitada por el mismo Resucitado. Por sí mismos los discípulos no hubieran llegado jamás a la certeza de que Jesús había resucitado. Igualmente, hoy en día nadie puede tener un encuentro con el Resucitado si dicho encuentro no es mediado por la fe.

En el libro de los Hechos de los Apóstoles se nos narra un episodio, el que los no creyentes se refieren a Jesús, como un ‘difunto’ (Cf., Hech 25, 13-22). Los judíos intentaban matar a Pablo para acallar su predicación y la rápida expansión de la nueva fe de los seguidores del “Camino” (nombre con el que se identificaba a los cristianos, que eran considerados como una secta del judaísmo). Pablo es víctima de falsas acusaciones, encarcelado y puesto en manos de las autoridades romanas, siguiéndosele un largo proceso. Pablo alega que es acusado por los judíos por su fe en la resurrección (fe compartida con el grupo de los fariseos). El procurador romano de nombre Félix lo interroga y, a pesar de no encontrar razones para sentenciarlo, con el propósito de congraciarse con los judíos, lo mantiene encarcelado por dos años sin decidir su situación final. Félix fue sucedido por Festo, quien asume el caso de Pablo y, ante la visita del rey Agripa, el nuevo procurador romano le expone la situación, explicando que se trata de acusaciones que tienen su origen en discusiones de carácter religioso y “sobre un difunto llamado Jesús, de quien Pablo afirma que vive” (Hech 25, 19). Los mismos fariseos, si bien aceptaban la resurrección de los muertos al final de los tiempos, no creían en la resurrección de un individuo antes del juicio final. En su discurso de defensa ante el rey Agripa (Cf., Hech 26, 2-23), Pablo da testimonio de Cristo Resucitado y explica cómo le salió al encuentro en su camino hacia Damasco. El procurador romano considera a Pablo como un ‘loco’ inimputable, al afirmar que un muerto puede resucitar (Cf., Hech 26, 24).

Nosotros, al igual que Pablo, no creemos en un “difunto llamado Jesús” sino en alguien que vive y está presente en medio de nosotros. Jesús resucitado es el mismo que vivió en medio de nosotros en su condición terrenal, que fue crucificado, murió y Dios lo resucitó al tercer día de entre los muertos. Jesús no es solo un personaje que vivió en el pasado y que, como otros personajes importantes de la historia, puede estar presente en la memoria colectiva (no obstante que hayan muerto hace varios siglos).

El evangelio (Cf., Lc 24, 1-8) nos relata que el primer día de la semana, muy temprano, unas piadosas mujeres fueron al sepulcro portando aromas con la finalidad de embalsamar el cadáver de Jesús (que había sido sepultado presurosamente la víspera del sábado), sin imaginar que el sepulcro estaba vacío. Ante su gran asombro dos ángeles les dijeron “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí ha resucitado” (Lc 24, 5-6). La misma pregunta se dirige también hoy a todos los creyentes. ¿En quién realmente creemos? ¿En un difunto llamado Jesús, de quien la Iglesia nos dice que está vivo? Con un difunto no es posible encontrarnos sino con alguien que vive. Jesús resucitado nos sigue saliendo hoy al encuentro como a los discípulos de Emaús, pero solo podemos reconocerlo desde la fe.