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El Trigo y La Cizaña

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El problema de la presencia continua del mal en el mundo, es un tema recurrente que no tiene respuestas satisfactorias desde un análisis filosófico, antropológico o social,  o desde cualquier otra disciplina de la ciencia. En definitiva, el mal no puede ser racionalizado. Un mundo feliz, de convivencia armoniosa entre los hombres y con la naturaleza, donde no exista el sufrimiento, llanto ni dolor, parece ser una utopía, como lo anunciado en el Antiguo Testamento por el profeta Isaías (Cf., Is 11, 6-9; 25, 6-8; 35, 5-8); el profeta se refiere a un reino escatológico que no está al principio sino al final de la historia humana. Todos anhelamos una sociedad justa y humanitaria; sin embargo, la realidad parece remitirnos a un mundo marcado por el signo del mal, el sufrimiento y el dolor. El creyente, sin embargo, vive con la esperanza de un mundo mejor. Algunos quisieran acelerar la llegada de ese mundo, construir un paraíso en la tierra, desterrar a los impíos. En la historia de la Iglesia han existido movimientos que han querido constituir una comunidad de los ‘puros’ o gente buena, tratando de expulsar a los pecadores. Aún hoy en día todavía hay quienes piensan de ese modo. Frente a esas actitudes puritanas Jesús nos presenta la parábola del trigo y la cizaña o mala hierba (Cf., Mt 13, 24-30). Dios no quiere, ciertamente, la presencia del mal en el mundo, ni menos Él es responsable de la existencia de esos males. Dios sólo siembra buena semilla; si hay mala hierba eso es obra del maligno.

La parábola, en cierto modo, pone el problema de la coexistencia del bien y el mal en el mundo. Nos habla de un hombre que sembró en su campo buena semilla de trigo; pero al poco tiempo vio que había crecido una mala hierba que él no había sembrado; los obreros le dijeron al dueño del campo ¿De dónde ha salido esa mala hierba? ¿Quieres que vayamos a arrancarla? (Cf., Mt 13, 27-28). Cualquiera hubiera esperado que se ordenase arrancar la mala hierba, pero no fue así. El significado de esta parábola es explicado por Jesús (Cf., Mt 13, 36-43), y nadie mejor que Él para hacerlo. Jesús es el sembrador de la buena semilla, el campo es el mundo, la buena semilla son los que están de parte del Señor, la mala hierba son los que están de parte del maligno, la cosecha es el fin del mundo. Con esto se nos dice que el mal estará presente hasta el final de la historia humana. ¿Significa acaso que debamos resignarnos a convivir con el mal?

Hay muchos que tienen la tentación de dividir a las personas en dos grandes grupos: los buenos, y los malos que deben ser condenados o eliminados; y, por supuesto, los que hacen esta división se ubican siempre en el grupo de los buenos, los malos serían los otros, los que no comulgan con nuestras ideas o modos de actuar. Una vez hecha esta división es muy fácil tomar actitudes intolerantes contra esos que hemos considerado responsables del mal: se les quiere, finalmente, eliminar de en medio. Hay gente que se pregunta: ¿Por qué permite Dios que existan esos que consideramos ‘malos’? Jesús nos dice que el trigo crece junto con la mala hierba y que es peligroso pretender arrancar la mala hierba porque se puede también arrancar el trigo. Hay quienes en su afán de querer arrancar la mala hierba terminan también arrancando el trigo. No existe campo alguno donde sólo germine la buena hierba.

La parábola de Jesús es una invitación a la tolerancia frente al otro, a no condenar a los demás y querer hacernos justicia con nuestras propias manos, a dejar de lado la hipocresía, el fariseísmo y reconocer nuestra condición humana marcada también con el signo del pecado. Cada uno de nosotros, en cierto modo, tiene algo de trigo y algo de cizaña, pecado y gracia. Nadie es justo delante de Dios. El señor nos tiene paciencia y nos da siempre nuevas oportunidades para ir desterrando de nuestra propia vida lo que puede haber de cizaña, es decir, el pecado. Dios, sin duda, hará justicia, pero Él sabe cuándo hacerlo. El llamado de Jesús a la paciencia, a la tolerancia, no significa, desde luego, una condescendencia con el mal; pero, no se puede asumir actitudes puritanas, sectarias, de creerse buenos y condenar a los otros, creer que estamos convertidos y que son los otros los que necesitan convertirse. El que juzga, el que condena o desprecia al otro y se considera a sí mismo como ‘puro’, se parece a los fariseos contra quienes Jesús tiene palabras muy duras (Cf., Mt 23, 13ss). Resulta absurdo pretender demostrar las propias virtudes denunciando los pecados y vicios ajenos.

Es necesaria una buena dosis de tolerancia con nosotros mismos y con los demás. Tolerancia consigo mismo para no menospreciarnos o vivir obsesionados con nuestros errores del pasado. La tolerancia con los otros no es permisividad, relativismo moral o renuncia al sentido de la justicia; no significa resignación ante el mal, complicidad, guardar silencio, o aplicar la filosofía del dejar hacer y dejar pasar. La tolerancia es ejercicio de la prudencia, paciencia, sabiduría. Dios expresa esa tolerancia con nosotros, pues siempre nos está dando nuevas oportunidades. El Libro de la Sabiduría nos dice que “Dios juzga con moderación y nos trata con gran indulgencia” (Sb 12, 18).

La parábola del trigo y la cizaña nos enseña que el mal está presente por obra del maligno hasta el final de los tiempos. Al final será Dios quien separe el trigo de la cizaña, es decir, no nos cabe a nosotros juzgar sino a Dios. Debemos confiar en la Palabra del Señor que nos asegura que al final la justicia triunfará, “entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre” (Mt 13, 43). La Iglesia, como decimos en el Catecismo, es santa, pero necesitada de purificación, necesita ella misma convertirse y renovarse constantemente; ella abraza en su seno a los pecado­res; y todos debemos reconocernos pecadores. “En todos la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos” (Catecismo N.° 827). El hombre tiene necesidad de luchar para superar el mal presente en sí mismo y los males que afligen a la sociedad, de esa manera contribuye también al crecimiento del Reino de Dios; ese no es un esfuerzo vano, pero debe ser consciente que nunca podrá por sus solas fuerzas erradicar el mal, construir una auténtica paz sin que falte la ayuda de Dios.

El cristiano tiene una visión optimista de la historia humana, pues está convencido que al final el bien triunfará sobre el mal, la justicia sobre la injusticia, la verdad sobre la mentira. Es necesario cultivar la paciencia y la esperanza; pero sólo tiene esperanza el que se compromete, no el que se cruza de brazos o se limita a lamentarse de la situación. No hay que entretenerse demasiado en identificar dónde está la cizaña porque podríamos perder de vista el trigo.