Si Escuchas Su Voz

Escuchar La Voz del Pastor

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En el Cuarto Domingo de Pascua, la Iglesia celebra el Domingo del Buen Pastor, que coincide con la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. El pasaje del Evangelio de ese domingo, correspondiente al ciclo C (Cf., Jn 10, 27-30), se enmarca en el contexto de la celebración de la fiesta judía de la Dedicación del Templo; allí Jesús es interpelado por los judíos para que revele su verdadera identidad. Él no niega ser el Mesías (Cristo), reafirma ser el buen pastor que da la vida por sus ovejas (Cf., Jn 10, 11); pero, la vez, señala que para aceptarlo hay que ser de su rebaño. Esa aceptación viene mediada por la fe, es decir: sin fe no es posible reconocer a Jesús como el Pastor. Las obras que Jesús hace, testimonian que es el Mesías; pero, por sí mismas, no pueden sustituir la falta de fe. Por contrapartida, quienes creen en Él, escuchan su voz y le siguen: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen…” (Jn 10, 27).

No nos detendremos a analizar el simbolismo de la imagen del pastor, muy recurrente en la Biblia (Cf., Gn 48, 15; Jr 3, 15; 23, 1-14; Ez 34, 1-23, Sal 22, entre otros), cosa que ya hemos hecho en otro artículo, sino que centraremos nuestra reflexión en el significado y alcance de las palabras “escuchar su voz”. En numerosos pasajes de la Escritura se insiste en la necesidad de “escuchar la voz del Señor”: “Ojalá escuchen mi voz y no endurezcan su corazón” (Sal 95, 8). La dureza de corazón, como actitud interior, se expresa en la soberbia, en la obstinación a vivir en el error y el pecado, en definitiva: es cerrarse a la gracia, resistirse a la acción del Espíritu Santo. El creyente tiene que estar en una permanente escucha de la Palabra del Señor. La meditación asidua de la Palabra de Dios, unida a una actitud de oración y de apertura al Espíritu, es un antídoto eficaz para evitar endurecer el corazón.

Escuchar a Jesús no es solamente abrir nuestros oídos, es sobretodo abrir el corazón, dejarnos tocar por la Palabra. En la lengua española hay dos verbos que, siendo diferentes, con frecuencia son usados indistintamente: ‘oír’ y ‘escuchar’. No es lo mismo oír que escuchar; para oír basta tener sano nuestro oído; escuchar implica, obviamente, que tenemos la capacidad de oír; pero, la capacidad auditiva no implica la capacidad de escucha. En el lenguaje común, escuchar al otro no es sólo entender lo que dice. Escuchar es siempre un acto intencional y exige un conjunto de actitudes: implica una empatía con el otro para comprender el verdadero alcance de lo que pretender comunicarnos, liberarnos de prejuicios frente al otro, aceptar que el otro puede estar en la verdad y nosotros en el error, es estar dispuestos a ser interpelados o cuestionados. No basta, pues, tener habilitados nuestros sentidos externos; pues, como dice el Señor a través del profeta Ezequiel, haciendo referencia a quienes han endurecido el corazón: “Tienen ojos para ver y no ven, oídos para oír y no oyen…” (Ez 12, 2). Como Samuel debemos tener una actitud de escucha y acogida de la Palabra del Señor: “Habla Señor que tu siervo escucha” (1Sam 3, 10).

Los evangelios nos presentan varios milagros de Jesús referidos a curación de ciegos y sordos (Cf., por ejemplo en el evangelio de Marcos: Mc 7, 31-37; 8, 22-26; 10, 46-52). Esos milagros tienen también una intencionalidad teológica: el evangelista quiere hacernos caer en la cuenta que la peor ceguera y sordera del hombre no es la que proviene de las limitaciones físicas (discapacidades), sino las que tienen su raíz en la decisión personal, en la dureza del corazón. Jesús se queja de la incapacidad de los fariseos para entender los signos que Él hace; les cuestiona por su mentalidad cerrada, porque teniendo ojos para ver, no ven, y teniendo oídos para oír, no escuchan (Cf., Mc 8, 18). Aquí hablamos no de una discapacidad visual o auditiva, sino de una ceguera y sordera espiritual fundada en la dureza del corazón.

¿Qué implica escuchar a Jesús como nuestro Pastor? Implica disponer favorablemente nuestra voluntad, una apertura de nuestro espíritu, confiar en que su Palabra es verdadera, estar dispuestos a dejarnos guiar por Él. La Escritura nos dice: “Dichoso el hombre aquél que en el Señor pone su confianza” (Sal 40, 5); “Dichoso quien confía en el Señor, pues el Señor no defraudará su confianza” (Jr 17, 7). Jesús nos dice en el Evangelio: “Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28). Escuchar al Señor implica también nuestra disposición a obedecerle, poniéndonos en sus manos. Sin esa confianza no es posible seguirle.

Jesús, el Buen Pastor, ha querido que a su Iglesia no le falten pastores. Confió a Pedro y sus sucesores la misión de cuidar de su rebaño. Quienes formamos parte del Pueblo de Dios tenemos que escuchar, al menos en cuestiones de fe y de moral,  la voz de nuestros pastores (el Papa, los obispos y su colaboradores), adecuando nuestra conducta a esas enseñanzas. En la práctica sucede con frecuencia que muchos cristianos oyen la palabra de sus pastores, pero no los escuchan, menos los siguen; en ocasiones bajo la excusa del escaso testimonio de vida de algunos pastores. Si bien es cierto que el testimonio de vida es muy importante en la acción evangelizadora, nunca podremos justificarnos argumentando que algunos pastores no viven según lo que predican. Cuando no existe la disposición de escuchar, de nada sirve aunque nos hablen los pastores más santos y nos hable el mismo Cristo. A veces queda la impresión que muchos se han inmunizado ante la palabra. No olvidemos que, finalmente, es a Jesús a quien seguimos y que el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización; lo cual no significa que ignoremos las enseñanzas de la Iglesia que nos son transmitidas a través de sus pastores. La Iglesia no podría cumplir su misión si le faltasen sus pastores. De ahí nuestra obligación de orar por ellos.