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¿Inhumación o Cremación?

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En el pasado, grandes culturas (como la egipcia),  tenían sumo cuidado para la conservación de los cadáveres, desarrollando sofisticadas técnicas de momificación. En el antiguo Perú son célebres los fardos funerarios de la cultura Paracas. En otras culturas (como la hindú), por el contrario, se opta por la cremación. Las culturas de raíces judeo cristianas practican la inhumación. La Iglesia Católica ha promovido siempre la sepultura de los cadáveres, tomando con reservas la cremación. De hecho, en el pasado, la Iglesia se opuso a la cremación como alternativa al entierro, aunque sin vincularla al dogma de la resurrección corporal. La disciplina canónica, vigente hasta antes de la promulgación de la Instrucción “Piam et Constantem” (del 5 de julio del año 1963), negaba las exequias a quienes habían optado por la cremación. A partir del año 1963 dicha disciplina ha ido variando, hasta llegar a la aceptación de la cremación, con algunas reservas, tal como ha sido recogido en el actual Código de Derecho Canónico del año1983: “La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos, no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana” (Canon 1176, & 3.). Las circunstancias actuales, donde la práctica de la cremación ha ido extendiéndose rápidamente en ambientes católicos, no obstante las recomendaciones de la Iglesia para que se prefiera la inhumación, añadido a algunas visiones naturalistas o incluso nihilistas, ha conllevado a que la Iglesia Católica emita un nuevo pronunciamiento con respecto al tema de la cremación y conservación de las cenizas.

Con la publicación, por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe,  de la Instrucción “Ad resurgendum cum Christo” (Acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación, del 15 de agosto de 2016), se reafirma la postura según la cual la Iglesia recomienda la inhumación; no se opone a la cremación, excepto que se ponga en cuestión la fe en la resurrección corporal. Esta vez señala expresamente que, salvo en casos “graves y excepcionales”, no está permitido a los católicos conservar las cenizas en el hogar; prohibiéndose que sean repartidas entre los familiares o dispersarlas en el aire, en la tierra, en el agua, o en cualquier otra forma; peor aún, que se las convierta en objetos de recuerdos conmemorativos (por ejemplo joyas).

La Instrucción “Ad resurgendum cum Christo” vuelve, de alguna manera (indirectamente),  a poner el tema de cómo se concibe la muerte y la resurrección corporal. ¿Qué antropología está subyacente en la exposición teológica de la muerte? En dicha instrucción se asume una definición de la muerte como “separación del alma del cuerpo”; pero, ¿cuál es el referente de “alma” en esa definición, y cómo se concibe el “cuerpo”?  La Iglesia, desde luego, no pretende validar una antropología platónica dualista. Cuerpo y alma debe entenderse a partir de la concepción bíblica de raíces judías y que se continuó en la tradición cristiana.

El cuerpo no es, por decirlo así, el substrato material de nuestra vida humana; lo que llamamos “cuerpo” es ya más que una cosa puramente material. Por otra parte, el concepto de cuerpo, presupone también un concepto de “materia”, pero dicho concepto, aun en el mismo ámbito de la física, es sumamente confuso; nadie sabe exactamente lo que sea la materia, se utiliza definiciones operacionales para un determinado campo de investigación científica. Es importante acotar el significado de las palabras y determinar sus referentes (la realidad que puede estar detrás del vocablo). No es lo mismo la idea de “cuerpo” de la física que la idea de cuerpo en las ciencias médicas, o la idea de cuerpo en el ámbito de la filosofía y la teología. Cuando la Iglesia habla de “cuerpo” y “alma” es necesario evitar extrapolar categorías ajenas al contenido de dichos términos (como por ejemplo entenderlos a partir de las categorías de la filosofía griega de corte platónico, donde “cuerpo” y “alma” son realidades contrapuestas). Detrás de dichos vocablos hay una antropología subyacente, la misma que constituye un criterio de interpretación sobre el sentido que se quiere dar a “cuerpo”, “alma”, “espíritu”, “resurrección corporal”, entre otros. El verdadero significado de “cuerpo” y “alma” hay que buscarlo en sus raíces bíblicas; a partir de esos orígenes podemos intentar comprender y actualizar su significación, si es que la Iglesia no precisa bien el sentido que debe darse a dichos vocablos.

La Biblia ve al hombre como una unidad psico-somática, no como una dualidad de cuerpo y alma. El hombre es íntegra­mente “carne” (Basar) o “aliento vital” (Nefesh), sostenido en la existencia por el “Espíritu” (Ruah) de Yahvé. La palabra griega “soma” (cuerpo) posee ya en la versión de los LXX (en el Antiguo Testamento), a diferencia del lenguaje griego profano, un significado que no es meramente corpóreo-físico. Designa al ser humano como una totalidad autónoma y en relación con otros. En el Nuevo Testamente el cuerpo (soma) tampoco designa una parte (separable del alma o del espíritu) del ser humano, sino al ser humano en su unidad indivisible como persona. El cuerpo no es sólo la corporeidad externa (objeto de observación), sino la persona en su integridad.

La resurrección corporal, en lenguaje neotestamentario, significa la resurrección del hombre como persona,  del ser humano en toda la integridad de sus relaciones interpersonales y cósmicas. No se puede “desmaterializar” ni “espiritualizar” la resurrección corporal. El Nuevo Testamento es ajeno a toda espiritualización de la resurrección (en el sentido de mera inmortalidad del alma). “La nueva vida no es una vida puramente espiritual, y el nuevo cuerpo tampoco puede reducirse a un cuerpo puramente espiritual, a una figura ideal o algo similar” (Kessler Hans: La resurrección de Jesús. Aspecto bíblico, teológico y sistemático. Salamanca, Sígueme 1989, p. 270); así mismo, el Nuevo Testamento excluye una interpretación meramente “materialista” de la resurrección corporal, en el sentido que se la pueda entender como la “reanimación de un cadáver”; la corporeidad del resucitado, sin dejar de ser el mismo sujeto (persona), es totalmente diferente al cuerpo en las condiciones de la vida terrenal (organismo vivo), no está sujeta a las leyes de la física.

La resurrección corporal no implica, como condición indispensable, que se deba recuperar el cuerpo material del difunto (o una parte del mismo) para luego, con la omnipotencia divina, pueda ser “transformado” en el cuerpo del resucitado. Si fuera así, la Iglesia no sólo exigiría el respeto a los “cuerpos de los difuntos” (cadáveres),  recomendando la inhumación y oponiéndose a la cremación, sino que promovería su conservación lo más completa posible; y la mejor técnica sería el embalsamiento, o manteniéndolos en cámaras especiales de refrigeración, lo cual sería un total despropósito. La Iglesia prefiere la sepultura de los cuerpos, “porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos”; favoreciendo el recuerdo y la oración por parte de la familia y comunidad cristiana. Lo más importante, sin duda, es rezar por los fieles difuntos que se encuentran en una situación de tránsito o “estado intermedio” de purificación (Purgatorio).