Si Escuchas Su Voz

Jesús: ¡Haz Que Yo Vea y Escuche!

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Somos invitados permanentemente a escuchar la Palabra de Dios y a discernir los signos a través de los cuales Él se nos revela; pero, no basta tener ojos para ver y oídos para escuchar, pues cuando se tiene la mente embotada, o el corazón endurecido, no es posible ver y oír más allá de nuestros sentidos externos, como dice el Señor a través del profeta Ezequiel: “Tienen ojos para ver y no ven, oídos para oír y no oyen…” (Ez 12, 2).

El hombre tiene que dejarse interpelar por la Palabra del Señor, tiene que escuchar la voz del Señor que resuena en lo más profundo del corazón. Dios quiere que el hombre escuche su voz, que no se haga indiferente o insensible a la Palabra. Dios nos vuelve a repetir a través del salmista: “Ojalá escuchen mi voz y no endurezcan su corazón…” (Sal 95, 8). Ayudados por la fe podemos discernir la voz del Señor que nos habla, y como Samuel, responder con prontitud: “Habla Señor que tu siervo escucha” (1Sam 3, 10).

La fe tiene un carácter luminoso, nos da una nueva luz para penetrar en el sentido profundo de las cosas, para poder ver más allá de lo que se ve y para entender más allá de nuestras limitadas razones humanas. El Papa Francisco nos dice que “es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo” (Lumen Fidei, N. 4). Por otra parte, hay que ser también conscientes que “la luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” (Lumen Fidei, N.° 57).

El evangelio de Marcos (Cf., Mc 7, 31-37) nos presenta el relato de uno de los milagros de Jesús: La curación de un sordo y tartamudo. Más que el hecho en sí mismo, en lo que debemos fijarnos es en el sentido y significado que tiene para nosotros. Según el relato, Jesús apartó de la gente al discapacitado y lo curó; no se trataba de dar un espectáculo para suscitar la admiración y el aplauso de la gente. Jesús se rehúsa a la publicidad y manda a la gente que no hable del asunto, que no haga propaganda. El milagro de Jesús tiene un significado simbólico y profético. La gente decía con asombro: “todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc 7, 37); encontramos aquí una alusión a la profecía de Isaías: “…se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará” (Is 35, 5-6). Los evangelios relatan, entre los milagros de Jesús, las curaciones de sordos, mudos, ciegos, paralíticos. Esos signos realizados por Jesús daban testimonio de ser el Mesías, el Salvador que viene a traer la liberación a los hombres. Jesús curó al ciego de Betsaida (Mc 8, 22-26), al ciego de Jericó (Mc 10, 46-52) y realizó muchos otros signos.

Los milagros de Jesús, referidos a curaciones de ciegos y sordos, tienen también una intención interpelante. Jesús encara a la gente por la dureza de su corazón, por su ceguera para ver los signos de Dios, por su sordera para entender la Palabra de Dios. Mucha gente escuchó la palabra de Jesús y sin embargo no la aceptó, muchos vieron los signos de Jesús y, sin embargo, no creyeron; los interpretaron de otra manera, hasta el extremo de acusarlo de obrar con el poder del demonio. La peor ceguera y sordera del hombre, no es, entonces, la que proviene de las limitaciones físicas, sino aquella que proviene de nuestra decisión personal: “no querer ver ni escuchar”. Con estos relatos se cuestiona la “ceguera y sordera espiritual de aquella gente”. Jesús se queja de la incapacidad de los fariseos para entender los signos que Él hace. Jesús dice que tienen la mente cerrada, teniendo ojos no ven, teniendo oídos no oyen (Cf., Mc 8, 18). Esa radical incapacidad para ver es puesta en evidencia sobre todo en el evangelio de Juan, en el relato de la curación del ciego de nacimiento (Cf., Jn 9, 1-41).

En la curación del ciego de Betsaida (Cf., Mc 8, 22-26) se nos presenta la paradoja de unos hombres que creen ver y que llevan a un ciego para que sea curado por Jesús; pero, resultaba más bien que quienes padecen de ceguera son los que conducen al hombre que sufre de una discapacidad física. Aquellos hombres creían ver, pero en realidad eran ciegos para las cosas de Dios, aquellos hombres creían escuchar la Palabra de Dios, pero en realidad estaban sordos para ella, pues eran incapaces de entender. Esa ceguera y sordera espiritual no es algo que sólo les pasó a muchos contemporáneos de Jesús, sino algo que también nos puede pasar a cualquiera de nosotros hoy, incluso sin que seamos plenamente conscientes de eso. Podemos perder esa sensibilidad para mirar las cosas en su profundidad, para ver más allá de lo que nuestros ojos y nuestras razones humanas nos permiten.

Dios está presente en medio de nosotros y sin embargo actuamos como si estuviera ausente; esto es ceguera espiritual, falta de fe y esperanza. Dios nos habla cada día y sin embargo no seguimos su voz sino las voces ruidosas de otra gente que nos propone seguir caminos distintos a los de Jesús, esto es sordera espiritual. Podemos sentir compasión por los discapacitados físicos que por alguna causa no ven ni oyen, y no sentir compasión de nosotros mismos por nuestra incapacidad para descubrir la presencia de Dios, nos hemos acostumbrado a andar por nuestros caminos, y entender y seguir su Palabra.

Como el ciego de Jericó (Cf., Mc 10, 46-52) que salió al encuentro de Jesús gritando: “Jesús, ten compasión de mí”; y cuando el Señor le preguntó ¿Qué quieres que haga por ti?, aquél hombre le respondió: “¡Maestro, haz que yo vea!” (Mc 7, 51), así también nosotros pidámosle a Jesús que nos permita ver con la luz de la fe y escuchar su voz, y no dejarnos llevar de otras voces que nos inducen a apartarnos del camino del Señor. En los momentos de la prueba, cuando la oscuridad parece invadir nuestra vida, digámosle: ¡Haz Señor que yo vea!, ¡Has Señor que yo escuche tu voz! y pueda discernir tus designios.