Si Escuchas Su Voz

La Fe Como Seguridad de Lo Que Se Espera

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La esperanza se fundamenta y se sostiene en la fe: esperamos porque creemos. Quien no cree no tiene motivos para esperar. Cuando la esperanza se apaga es porque la fe ha dejado de operar. La fe y la esperanza nos conducen necesariamente al ejercicio de la caridad: vivir lo que creemos. La primacía es el de la caridad, pero en sí, la prioridad es el de la fe. Hay siempre una prioridad de la fe, en el sentido de que sin ella es imposible agradar a Dios, “pues el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que lo buscan” (Hb 11,6); así mismo, como dice el apóstol Pablo, somos salvados por la fe (Cf., Ef 2, 8-9). Hay una primacía de la caridad en el sentido de que una fe sin obras no sirve de nada (Cf., St 5, 14.17), la verdadera fe conduce necesariamente a producir frutos de buenas obras (Cf., Ef 2, 10). Fe, esperanza y caridad resultan inseparables en la vida cristiana.

En la Carta a los Hebreos se nos dice que la fe es “seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve” (Hb 11, 1ss). El creyente, por la fe adquiere certeza de aquello que aún no ve; pero, no se trata de una certeza meramente subjetiva, sino fundada en la Palabra del Señor, en las promesas de Dios que no puede engañarse ni engañarnos. La certeza en cuanto tal es siempre un estado interior de un sujeto, un sentirse seguros de algo; en consecuencia: puede haber certezas sobre algo que resulta falso, y certezas sobre algo verdadero. Una persona fanática, por ejemplo, vive de “certezas falsas” o “convicciones falsas”; el verdadero creyente, en cambio, funda sus certezas en la Palabra del Señor, por eso puede tener “seguridad de lo que espera” y de lo que “aún no ve”.

La Carta a los Hebreos nos presenta a Abraham como modelo del creyente. En efecto, Abraham ocupa un lugar destacado en el Antiguo Testamento, es nuestro ‘Padre en la fe’. Dios llama a Abraham, le invita a salir de su tierra y le hace una promesa (Cf., Gn 12, 1-4; 15, 1-6); “Dios le dirige la Palabra, se revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está vinculada a la escucha. Abraham no ve a Dios, pero oye su voz. De este modo la fe adquiere un carácter personal” (Lumen Fidei, 8). Abraham creyó y esperó contra toda esperanza; a pesar de su edad avanzada obedeció la llamada del Señor que le invitaba a abandonar su tierra con la esperanza de una nueva tierra y una innumerable descendencia. Abraham no pidió a Dios pruebas para creer, simplemente confió en la promesa del Señor; su fe fue probada hasta el extremo de pedírsele que se desprenda de su propio hijo, el hijo de las promesas (Gn 22, 1-13); Abraham creyó y superó la prueba.

¿Cuántas veces nosotros tenemos pequeñas pruebas de nuestra fe, en la vida cotidiana, y con cuánta facilidad nos desalentamos? Queremos que Dios nos dé señales, signos para creer; pero, con frecuencia Dios guarda silencio, pareciera que no nos escucha, que nos deja solos con nuestro sufrimiento y desconcierto; es allí justamente donde el creyente pone a prueba su fe y esperanza; allí es donde la fe cumple su rol de ser luz que alumbra nuestro camino y nos permite ‘ver’. Por tanto, como dice el papa Francisco en la Encíclica Lumen Fidei: “es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios” (Lumen Fidei, 4).

La fe no exige a Dios que dé signos o pruebas de la realidad de sus promesas, la fe se funda en esa confianza incondicional en la Palabra del Señor. Muchas veces el hombre tiene que pasar por “pruebas de la fe”, cuando parece que no hay motivos para creer, cuando no vemos lo que se nos promete y, sin embargo, debemos creer, mirando al futuro con la esperanza firme que se cumplirán las promesas del Señor. La fe de Abraham le llevó a abandonar sus propias seguridades, aquello que tenía, y aventurarse a salir en busca de lo desconocido, de lo no poseído; Abraham—dice la Carta a los Hebreos—“salió sin saber a dónde iba” (Hb 11, 8). El cristiano también está llamado a poner su confianza y esperanza en lo que no se ve, en lo que todavía no es de modo pleno.

La fe, por otra parte, como dice el papa Francisco, no puede ser asociada a la oscuridad, no es una especie de “salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino” (Lumen Fidei, 3). La fe, pues, no es oscuridad sino luz que nos permite ‘ver’ más allá de lo que nuestros ojos son capaces de ver. “Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso” (Lumen Fidei, 1). Hay que tener presente también que la fe no nos exonera de las pruebas; en medio del sufrimiento y la debilidad la fe nos ilumina; pero, “la luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña” (Lumen Fidei, 57).

La esperanza es el acompañante inseparable de la fe; sin esperanza la fe decae y finalmente se apaga, es como tener ojos sin poder ver. Tener esperanza no es ser irrealistas, sino todo lo contrario: la esperanza nos hace ver las posibilidades que la realidad nos presenta, nos hace anticiparnos al futuro sin olvidarnos del presente. La esperanza no es la ilusión de los que creen que todo se arreglará. El cristiano no puede cruzarse de brazos y dejarle todo a Dios. Dios no quiere transformar el mundo sin nuestra cooperación. “La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo” (Lumen Fidei, 51). La fe, dice el Papa, constituye un bien común y, por su vinculación con la caridad, “la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz…su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que se avancen hacia el futuro con esperanza” (Lumen Fidei, 51).