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Parusía y Juicio de Dios

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Al cerrar el Año Litúrgico, los textos bíblicos propuestos en las lecturas de los últimos domingos, incluyendo los de la solemnidad de Cristo Rey, hacen referencia a los “últimos tiempos”, asociado a la Segunda Venida del Señor (parusía). Nuestra fe en el “retorno” del Señor no puede ser relativizada, reduciendo los pasajes bíblicos a relatos de carácter meramente simbólico. Desde la Iglesia primitiva, las oraciones, y después las representaciones artísticas, dan testimonio de la firme creencia en el “retorno del Señor”. A esa Segunda Venida están también asociados otros eventos escatológicos: el juicio final, la resurrección de los muertos y la nueva creación.

¿Cómo entender la “parusía”? En primer lugar hay que descartar una interpretación literal de los textos que nos hablan de esos eventos del final de la historia utilizando una serie de imágenes que pueden desorientar a quienes son neófitos en hermenéutica bíblica.  La parusía no es una especie de “drama o cataclismo cósmico” que acontecerá en una determinada fecha de nuestro calendario y que sería presenciado por la “última generación”. De ahí que sea totalmente inútil pretender descifrar cuándo será la fecha de la Segunda Venida del Señor y del “fin del mundo”. En los Evangelios Jesús mismo nos dice: “El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre” (Mc 13, 32). Los signos que nos hablan de la parusía no tienen un sentido cronológico sino “kairológico”, nos hacen recordar que debemos estar siempre vigilantes al kairós (momento adecuado, oportuno, “tiempo de Dios”).

El “fin del mundo” no es la destrucción del mundo sino la llegada a su plenitud (nueva creación) con la intervención de Dios. El apóstol Pablo nos dice que la creación entera gime con dolores de parto esperando ser ella también redimida (Cf., Rm 8, 18-23). La misma fe en la resurrección de los muertos, al final de los tiempos, exige una renovación profunda del cosmos material al cual está vinculada nuestra corporeidad. La Iglesia nos enseña que “el universo visible también está destinado a ser transformado” (Catecismo de la Iglesia, 1047). Con su Encarnación el Hijo de Dios no sólo asumió la condición humana (se hizo hombre) sino también la materia. En consecuencia: los efectos de la Redención (obrada por Jesús en la Cruz) no sólo alcanzan al hombre (como unidad corpóreo espiritual) sino también al cosmos entero; esto exige una “nueva creación” (“cielos nuevos y tierra nueva”).

La espera cristiana en la Segunda Venida del Señor (parusía), está asociada, como hemos mencionado, al “juicio de Dios” al final de los tiempos (“Juicio final”). ¿Cómo entender ese “Juicio de Dios”? La Iglesia nos enseña de la existencia de un “doble juicio”: un “Juicio particular” que acontece inmediatamente después de la muerte, donde el alma inmortal recibe la retribución eterna (Cf., Catecismo de la Iglesia, 1022) y un “Juicio final” universal que acontece después de la resurrección de los muertos al final de los tiempos: “El juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar, sólo Él decidirá su advenimiento” (Catecismo de la Iglesia, 1040). El llamado “Juicio final” no debe entenderse como una especie de “proceso sumarísimo” al que seremos sometidos al final de la historia cuando Cristo vuelva. El juicio de Dios ya se está realizando en el “aquí y ahora” con la decisiones que tomamos cada día, de las cuales tenemos que “rendir cuentas” (por nuestros faltas de fe y amor). Es en esta vida, mientras que transcurre nuestra existencia terrenal, que se decide nuestro destino eterno. El “Juicio final” pondrá en evidencia la responsabilidad de los hombres. En consecuencia: lo decisivo para nosotros es asumir nuestra responsabilidad en el presente. Al final, sólo se ratificará lo que nosotros hemos decidido o merecido, en esta vida, como destino eterno.

El juicio, en cuanto decisión, acontece en el ahora de la responsabilidad. El hombre es un ser decisional y, en cuanto ser decisional se le puede pedir cuentas de sus actos, pues, es “de suyo” una realidad moral. No puede concebirse la personalidad al margen de la responsabilidad; y sólo se da auténtica responsabilidad allí donde se impone la rendición de cuentas. Ser responsable es siempre tener que dar cuenta de nuestros actos, supone obligaciones para con alguien. La idea de juicio, pues, otorga a la idea de responsabilidad su último fundamento. Solo puede haber juicio, en este sentido, porque el hombre es un ser responsable, una realidad moral; la responsabilidad está estrechamente vinculada a la libertad.

El Evangelio de san Mateo (Cf., Mt 25, 31-46), nos presenta a Jesús como el ‘Hijo del Hombre’, Pastor y Rey que viene glorioso al final de los tiempos para establecer el juicio definitivo. El juicio de Dios es siempre para salvar, llevando al Reino a su plenitud; pero, indirectamente, implica también una discriminación; no como algo sobre añadido desde fuera, sino como ‘auto juicio’, es decir: no es una sentencia divina lo que constituye al hombre en salvado o condenado. Lo que determina la situación definitiva del hombre es su propia actitud en esta historia humana. La Palabra de Dios constata o desvela esa situación que cada cual escoge para sí con sus propios actos en esta vida. Dicho de otro modo: la salvación es siempre una obra de Dios, la condenación es obra humana. Dios no condena a nadie, cada uno se auto condena (Cf., Jn 3, 17-19); el juicio se realiza en la no acogida de su Palabra (Cf., Jn 12, 47ss).

Tenemos dos versiones del juicio de Dios: la del evangelista Juan y la de san Mateo. En el Evangelio de Juan el juicio está centrado en la fe o incredulidad; en el Evangelio de san Mateo el criterio de la discriminación se establece por la falta de amor al otro: “tuve hambre y no me dieron de comer, tuve sed y no me dieron de beber, fui forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y en la cárcel y no me visitaron” (Mt 25, 35ss). Hay, pues, una identificación de Cristo con el pobre, el enfermo, el desvalido, los sin techo, etc., en definitiva: con todos los excluidos de la sociedad.

Las dos versiones sobre el juicio coinciden en considerarlo como auto juicio; pero, difieren en su aspecto formal: para Juan lo decisivo es la fe o la incredulidad; para Mateo todo se concentra en el amor o desamor. La discrepancia es más aparente que real; en ambos casos el juicio es el desvelamiento de la postura asumida en la historia frente a Cristo (fe-incredulidad), y frente al prójimo, sacramento de Cristo (amor-desamor). Fe y amor se complementan; la prueba irrefutable de la autenticidad de la fe es la práctica del amor. En última instancia, el hombre debe responder ante Cristo, pero la parábola de Mt 25, 31ss nos pone de manifiesto que la causa de Cristo es la causa del hombre: “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25, 45). Somos responsables ante el otro. El rechazo al otro es un rechazo a Cristo.