Si Escuchas Su Voz

Señor, Auméntanos La Fe

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En el año 2013, en ocasión de la publicación de “Lumen Fidei” (“La luz de la fe), que fue la primera encíclica del papa Francisco (29 de junio de 2013), hemos escrito varios artículos referidos a la fe comentando la mencionada encíclica. El tema de la fe resulta inagotable y siempre debemos estar reflexionando sobre el mismo.

El profeta Habacuc señala que “el justo vivirá por su fe” (Ha 2, 4), expresión que es citada por el apóstol Pablo en la Carta a los Romanos (Cf., Rm 1, 17). La fe, si bien es cierto es una ‘luz’ que ilumina el camino de nuestras vidas; sin embargo, no despeja todas nuestras dudas, de ahí el grito del profeta: “¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches?” (Ha 1, 2). Esa ‘queja’, o reclamo, expresa la actitud de muchas personas que se sienten no escuchadas por Dios o abandonadas por Él.

Hay quienes se sienten hastiados de ver tanta injusticia y, en cierto modo, quieren pedirle cuentas a Dios. ¿Acaso Dios no escucha nuestras plegarias?, ¿acaso permanece indiferente ante el sufrimiento de los hombres? Algunos pretenden ‘culpar’ a Dios para evadir sus propias responsabilidades. Hay, por otra parte, situaciones que no podemos comprender a la luz de la razón, como por ejemplo el sufrimiento de los inocentes, el dolor, la muerte; ante ello sólo nos cabe fortalecernos en la fe. El Papa Francisco nos dice que “la luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo…La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña” (Lumen Fidei, 57). La fe, por otra parte, no es ningún “salto al vacío” ante la falta de luz de la razón, sino que está anclada en la verdad; la fe, aunque desborda los cánones de la razón, no es ningún acto irracional; muy por el contrario, la razón también necesita de la fe para ampliar sus horizontes de comprensión de la realidad. En ese sentido sigue siendo siempre válido lo dicho por san Agustín: “Cree para que entiendas, entiende para que creas”.

En muchos casos resulta muy difícil para el creyente encontrar una respuesta satisfactoria ante la presencia de ciertas formas del mal en el mundo, tales como la enfermedad y la misma muerte. Nadie, por ejemplo, se consuela con ninguna explicación que le den por la muerte de un ser querido. Solo el hombre de fe puede seguir encontrando ‘razones’ para creer y motivos para esperar. Realmente se necesita mucha fe para descubrir un sentido positivo ante lo que se nos presenta como irracional e inaceptable. La fe y la esperanza dan al creyente una energía poderosa que le permite superar todas las adversidades, permitiéndole descubrir lo positivo de la vida, convirtiendo los obstáculos en retos que debe superar; aprende de los fracasos, no se llena de soberbia ante sus éxitos.

En cierta ocasión, los discípulos le dijeron a Jesús: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17, 5). Una plegaria muy cortísima, pero muy significativa. La fe es un don de Dios y, al mismo tiempo, una respuesta del hombre a la revelación divina. Como don es “pura gracia” que Dios da a quien quiere, no es algo que el hombre pueda merecer; en ese sentido, hay que pedirle al Señor el don de la fe. Los discípulos son conscientes de su “poca fe”, por eso le piden a Jesús: “Auméntanos la fe”. En un pasaje del evangelio de Mateo (Cf., Mt 17, 14-21), se nos relata el episodio del fracaso de los discípulos para expulsar a un espíritu inmundo; entonces le preguntan en privado a Jesús la razón de dicho fracaso, y el Señor les contestó: “Por su poca fe. Porque yo les aseguro: su tuvieran fe como un grano de mostaza dirían a este monte: ‘desplázate de aquí para allá’, y se desplazaría, y nada les sería imposible” (Mt 17, 20-21). En más de una ocasión Jesús enrostra a algunos de sus discípulos por su falta de fe.

Hay gente que le pide a Dios sanar de una enfermedad, ganarse la lotería, suerte en el amor, e incluso hasta el castigo para sus enemigos. Nada de eso tiene comparación con la petición de los discípulos: “Señor, auméntanos la fe”. Ante el pedido que le hacen los discípulos, Jesús les dice: “Si tuvieran fe como un granito de mostaza, dirían a este árbol: ‘arráncate de raíz y plántate en el mar’, y el árbol les obedecería” (Lc 17, 6). Una semilla de mostaza es una de la semillas más pequeñas, que puesta en la palma de la mano, apenas se logra ver. En esta comparación Jesús nos quiere decir que basta un poco de fe para ser capaz de grandes cosas. Debemos hacer nuestra la petición de los discípulos: “Señor, auméntanos la fe”. Supongamos que Dios nos concede “aumentarnos la fe” ¿Qué podríamos hacer con una fe más grande? Con una fe mayor seríamos capaces de grandes sacrificios, de grandes proezas. Quien tiene fe no mide sus sacrificios con tal de agradar más a Dios. Quien tiene una fe grande vive feliz, supera todas las adversidades, no pierde la alegría, supera la desidia, la apatía, la indiferencia. Es capaz de comprometerse en grandes proyectos, no se desalienta ante ninguna dificultad. Imaginémonos todo lo que seríamos capaces de hacer si tuviéramos una mayor fe. Por eso, pedirle a Dios que aumente nuestra fe, no es pedir poca cosa.

Más que pedirle cosas a Dios, hay que pedirle que aumente nuestra fe y esperanza, que nos dé la fuerza para vivir con autenticidad nuestra vida cristiana. No hay que pedirle a Dios que nos libre de los problemas sino que nos dé la fuerza para superarlos, esa fuerza nos viene de la fe y la esperanza. La vida no sería vida si no hubiera problemas, lo importante es nuestra capacidad para resolverlos. En el Padre nuestro no pedimos a Dios que quite de nosotros la tentación sino que no nos deje caer en ella, es decir, que nos dé la fuerza, su gracia, para no dejarnos arrastrar por las tentaciones de la vida diaria. Por otra parte, en cuanto que la fe es respuesta del hombre a Dios, está bajo nuestra responsabilidad realizar los actos necesarios para fortalecerla poniéndola en práctica, pues, como bien señala el apóstol Santiago, una fe sin obras está muerta (Cf., St 2, 17).

La fe que le pedimos al Señor no es una fe para “arrancar árboles y plantarlos en el mar”, o para realizar “cualquier tipo de milagros”, sino para vivir las situaciones ordinarias de la vida cotidiana con espíritu cristiano.