Si Escuchas Su Voz

Clamar a Dios Desde El Sufrimiento

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Todos, en algún momento o circunstancia de nuestra vida hemos sentido que nuestra fe flaquea, particularmente cuando nos enfrentamos al sufrimiento incomprensible y a la muerte. Podemos experimentar como si Dios guardase silencio y no responde a nuestras súplicas cuando lo invocamos. Todo eso puede producirnos una “crisis de fe”, haciéndonos sentir totalmente solos, sin fuerzas para seguir adelante, sin respuestas a nuestras dudas y cuestionamientos. Aunque aceptemos que “la fe mueve montañas”, en los momentos de crisis tambaleamos.

En el libro de Job se nos narra la historia de un “hombre justo” probado al extremo con el sufrimiento. Job, como hombre de fe, confía en la justicia divina, pero no puede entender lo que le sucede; su fe no le impide “reclamarle” a Dios, quejarse ante Él, intentar encontrar razones de sus padecimientos. La doctrina tradicional de la retribución terrena, en el contexto en que se escribió el libro de Job (hacia el siglo V antes de Cristo), sostenía que en esta vida el hombre recibe el premio o castigo por sus obras, no se pensaba todavía en una justicia ultraterrena. Job es consciente de no haber obrado mal como para merecer todas las desgracias que le suceden. Job, no obstante no encontrar una respuesta que le explique la razón de sus sufrimientos, se mantiene firme en la fe hasta el final.

La fe, sin embargo, no nos exonera del sufrimiento, ya sea físico o espiritual, no funciona como “analgésico”. El Papa Francisco nos dice que “la luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo (…). La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña” (Lumen Fidei, 57). La fe, pues, no despeja todas nuestras dudas, de ahí el grito del profeta Habacuc: “¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches?”(Ha 1, 2).

El llamado “mal moral” (pecado), que es consecuencia del mal uso del libre albedrío, tiene en cierto modo una explicación racional. El apóstol Pablo nos dice que Dios nos ha creado libres para vivir en libertad (Cf., Ga 5, 1); pero el ejercicio de la libertad conlleva responsabilidad. El hombre, como ser libre, tiene la posibilidad de rechazar a Dios, ese rechazo a Dios se expresa en el rechazo al hombre. La incredulidad se traduce en desamor, en falta de caridad. Lo difícil es tratar de encontrar una explicación frente mal que es no es resultado de una decisión libre del hombre, como por ejemplo la enfermedad, el sufrimiento de los inocentes.

La filosofía no nos provee de una explicación aceptable al problema del sufrimiento de los inocentes y a la muerte. Solo el hombre de fe puede seguir encontrando ‘razones’ para creer, motivos para esperar ante lo que aparece como “irracional” e inaceptable. Desde la razón, como hemos mencionado, no encontramos una explicación lógica; por otra parte, la filosofía no nos consuela, no es su propósito consolar al hombre; el consuelo, en todo caso, viene de la religión, y la religión presupone necesariamente la fe. Es, por tanto, desde la fe que podemos buscar una respuesta y un aliento para seguir adelante.

En varios pasajes de los Evangelios Jesús echa en cara la incredulidad de la gente, hasta de sus propios discípulos. Tenemos, por ejemplo, el caso de Pedro que temiendo sucumbir ante la tempestad y morir ahogado clama a Jesús diciéndole: “¡Señor, sálvame!” (Mt 14, 30). Jesús le extendió su mano, lo agarró y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mt 14, 31). Es, precisamente, en situaciones de grave peligro, donde más se pone a prueba nuestra fe, pero es también en esas situaciones donde, como Pedro, debemos clamar al Señor buscando su auxilio.

En cierta ocasión le trajeron a Jesús a un endemoniado epiléptico que no había podido ser curado por los discípulos.  Jesús realiza la curación; luego, en privado los discípulos le preguntaron a Jesús “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?” (Mt 17, 19), a lo cual respondió el Señor: “Por vuestra poca fe” (Mt 17, 20). El Evangelio nos dice que cuando Jesús fue a Nazaret, lugar donde se había criado, “no pudo hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se asombró de su falta de fe” (Mc 6, 5-6). San Juan hace notar la falta de fe de los judíos, quienes, no obstante ver las obras que Jesús hace se resisten a creer: “Aunque había realizado tan grandes señales delante de ellos, no creían en Él” (Jn 12, 37). Esa incredulidad es una especie de ceguera espiritual que les impide creer en las palabras y obras de Jesús. El Evangelista nos dice que “ni siquiera sus hermanos creían en Él” (Jn 7, 5).

En el episodio de la tempestad calmada (Cf., Mt 8, 23-27), ante el peligro inminente de un naufragio, los discípulos desesperados despertaron a Jesús que dormía en la barca y le dijeron: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!” (Mt 8, 25); Jesús les dice: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe? Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma” (Mt 8, 26). En el Sermón del monte, Jesús nos invita a confiar en la providencia divina, nos exhorta a no andar preocupados o angustiados, pues si Dios viste a los lirios del campo y alimenta a las aves del cielo, con mayor razón proveerá lo necesario para nosotros (Cf., Mt 6, 25-34): “si la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con ustedes, hombres de poca fe” (Mt 6, 30). Jesús nos dice que “Todo es posible para el que cree” (Jn 9, 23).

Para el Evangelio de Juan lo que decide el destino final del hombre (salvación o condenación) es la fe o la incredulidad. El que no cree se auto juzga y auto condena. El pecado de los hombres es la incredulidad y el desamor, lo primero conlleva a lo segundo. El evangelista Juan destaca que “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él, no será juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3, 17-18).

Nuestra confianza debe estar siempre puesta en el Señor, Él es nuestro verdadero refugio y fortaleza, con Él todo lo podemos, como bien dice el apóstol Pablo: “Todo lo puedo en Aquél que me conforta” (Flp 4, 13). De ahí que, cuando sintamos que nuestra fe tambalea, como los discípulos dirijamos nuestra súplica diciéndole: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17, 5).