Si Escuchas Su Voz

Curarnos de la Sordera

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En otras columnas hemos hablado sobre la necesidad de curarnos de nuestra ceguera espiritual que nos impide ver la presencia del Señor en medio de nosotros; pero, quizá no hemos enfatizado suficientemente sobre el tema de la sordera como actitud que nos impide escuchar la voz del Señor, el grito del pobre que sufre, el clamor de la naturaleza depredada. El tema de la sordera espiritual, sin duda, resulta indesligable del tema de la ceguera. Esta vez vamos a centrarnos en el tema de la sordera.

Para comenzar hay que distinguir entre dos verbos: “oír” y “escuchar”, los cuales no son sinónimos. Consideramos que el verbo “oír” está referido a una capacidad de tipo físico propia del aparato auditivo de nuestro organismo. No poder oír es un asunto médico, se trata de una discapacidad de la cual, indudablemente, la persona que la padece no es responsable. En cambio, pensamos que le verbo “escuchar” está relacionado con la actitud de una persona. Hablamos, por ejemplo, de la “escucha activa” como de una habilidad social muy importante para desenvolvernos adecuadamente en el ámbito familiar, social y laboral. La comunicación nos hace salir del aislamiento, promueve el encuentro con el otro. No tener capacidad para escuchar a los otros nos lleva a no tener capacidad para entenderlos. Esto sucede en nuestras relaciones con los demás y también en nuestra comunicación con Dios.

Es perfectamente factible que una persona no presente ningún tipo de discapacidad para “oír”, pero sí para escuchar al otro. Si no tenemos esa capacidad de escucha es indudable que no podemos comprender al otro. No somos empáticos si no tenemos capacidad de escucha. Hay muchas personas que deciden voluntariamente “no escuchar”, o escuchar ciertas voces, excepto aquellas que la cuestionan o interpelan. De ahí que, por ejemplo, muchos pueden oír claramente una predicación u homilía, pero pueden asumir una actitud de indiferencia frente a la palabra proclamada, es decir, se niegan a escuchar.

Uno de los signos mesiánicos que se anuncian en el Antiguo Testamento es la curación de los ciegos, sordos, cojos, mudos (Cf., Is 35, 5-6), el profeta anuncia que “las orejas de los sordos se abrirán” (Is 35, 5). En el Nuevo Testamento, cuando los emisarios de Juan Bautista le preguntan a Jesús si realmente es el mesías esperado, Jesús les responde que vayan y cuenten al Bautista que “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen…” (Lc 7, 22), es decir, son los signos los que acreditan que Jesús es el mesías anunciado por los profetas.

El Evangelio de Marcos nos presenta como uno de los milagros de Jesús la curación de un sordo y tartamudo (Cf., Mc 7, 31- 37). Un sordo de nacimiento también tendrá necesariamente la discapacidad para hablar. El Evangelista relata que Jesús, apartándolo de la gente, y a solas “le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua” y dijo “Effathá” (palabra de origen arameo que significa “ábrete”), y al instante se abrieron sus oídos y se le soltó la lengua. Obviamente, no podemos asociar la actuación de Jesús con algún ritual de magia basada en el principio del contacto. Como en el tema de la curación del ciego de nacimiento, el milagro de Jesús tiene también en Marcos un sentido simbólico y teológico profético: Jesús es el Mesías que ha venido a liberar al hombre de todas sus ataduras, Él quiere que seamos curados de nuestra sordera espiritual. Para curarnos de nuestra sordera y mudez, debemos quedarnos a solas con el Señor, apartarnos del mundanal ruido, dejar que el Señor “meta sus dedos en nuestros oídos” y recuperemos la capacidad de escuchar su voz y no endurecer nuestro corazón.

No escuchar la voz del Señor está relacionado con la “dureza del corazón”, es decir: una actitud interior del hombre por la cual él mismo se incapacita para acoger la palabra del Señor. De ahí que ya en el Antiguo Testamento el Señor, a través del salmista, nos dice: “Ojalá escuchen mi voz y no endurezcan su corazón” (Sal 95, 8). En el Nuevo Testamento Jesús cuestiona la ceguera y sordera espiritual de los fariseos (Cf., Mc 8, 18), citando las palabras proféticas: “Tienen ojos y no ven; oídos y no escuchan” (Cf., Jr 5, 21; Ez 12, 2). La peor sordera, entonces, no es la que proviene de una discapacidad auditiva física, sino de la dureza del corazón, que se traduce en la decisión de “no querer escuchar la voz del Señor”, no dejarse interpelar por su palabra. Esa sordera no solo les ocurrió a muchos fariseos del tiempo de Jesús, sino que también ocurre ahora en todos aquellos que prefieren escuchas otras voces y no la voz del Señor. Como el ciego de Jericó (Cf., Mc 10, 46-52), que le pidió a Jesús: “Haz Señor que vea”, añadamos también nuestra petición: “Haz Señor que te escuche”, que no sea sordo a tu Palabra. Como Samuel digámosle “habla Señor que tu siervo escucha” (1Sam 3, 10).

Escuchar la voz del Señor facilita que podamos escuchar la voz del hermano que sufre, la voz de la naturaleza depredada. El papa Francisco, en muchos discursos y documentos eclesiales, ha insistido en la necesidad de escuchar el clamor de los pobres y hacerse cargo de ellos; pero, también ha manifestado, sobre todo en la Encíclica “Laudado Si”, en la necesidad de escuchar el clamor de la tierra, y la necesidad de defender lo que él llama nuestra “casa común”. El papa Francisco nos dice que la “hermana tierra” clama al cielo porque es oprimida y devastada por los hombres (Cf., Laudato Si, 2). En la Exhortación Apostólica “Querida Amazonía”, el Papa retoma el tema de escuchar el clamor de la tierra y de los pobres (Cf., “Querida Amazonía”, 8).

El papa Francisco ha hablado, incluso ante la ONU, sobre la necesidad de un trabajo más efectivo en favor de la paz mundial. Ha hecho constantes llamados a la solidaridad global, sobre todo en el contexto de la actual pandemia de la Covid-19. Ha cuestionado duramente la actitud indolente de algunos gobiernos frente al problema de los inmigrantes. Ha pedido que en lugar de construir muros se tienda puentes en favor de los más desposeídos. Ha condenado la guerra, la misma que no tienen ninguna justificación ética. Ha abogado por la abolición definitiva de la pena de muerte en todos los países del mundo. Podemos tener la impresión que la voz del papa Francisco es oída pero no escuchada.

A nuestro alrededor estamos habituados a escuchar tantas voces que ‘gritan’ para dirigir nuestras acciones en una determinada dirección: para presionarnos a comprar lo que no necesitamos, para convencernos de sus ideologías. Hay voces de quienes pretenden manipularnos y hacer que no pensemos y actuemos por nosotros mismos. En medio de tantas voces perturbadoras, la Iglesia nos quiere señalar el camino que conduce a Jesús. No importa que esta voz suene en el desierto de la indiferencia de muchos. No podemos renunciar a la esperanza cristiana de un mundo mejor, de una fraternidad universal.