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Esperanza y Retribución en el Nuevo Testamento

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Como hemos explicado en nuestra anterior columna, es a finales del Antiguo Testamento que la esperanza en la resurrección (y una justicia ultraterrena) se convierte en una respuesta más razonable que la dada en el libro de Job sobre el problema de la retribución; no obstante que la fe en la resurrección no era todavía compartida por todos los judíos. De hecho, en el Nuevo Testamento, a diferencia de los fariseos, el grupo de los saduceos no creía en la resurrección de los muertos (Cf., Mt 22, 23). Jesús encara el error de los saduceos diciéndoles que “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos” (Mt 22, 32). San Pablo, cuando tuvo que defenderse ante el Sanedrín, sabiendo que allí había fariseos y saduceos, aprovecha para dividirlos haciendo notar que lo juzgan por creer en la resurrección de los muertos (Cf., Hch 22, 6). Los saduceos, según se dice en el Libro de los Hechos de los Apóstoles, no creían en la resurrección (Cf., Hch 22, 8).

En el relato de la resurrección de Lázaro (que en sentido estricto no era resurrección sino una “reanimación” o vuelta a la vida terrena), Marta expresa la fe judía en la resurrección al final de los tiempos: “Yo sé que resucitará en la resurrección del último día” (Jn 11. 24). Pero, Jesús mismo se presenta como el Señor de la vida: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11, 25). Jesús no solo anunciará su muerte y resurrección, sino que promete la resurrección y la vida; nos revela que todos resucitaremos y que la justicia de Dios se manifestará en toda su plenitud cuando Él vuelva glorioso (Parusía). La resurrección de los muertos, obviamente, no significa el retorno a las mismas condiciones de la vida terrenal (como una especie de reanimación de nuestros cuerpos), sino la transformación de nuestros cuerpos mortales en cuerpos incorruptibles y gloriosos (Cf., 1Cor 15, 42-44) para poder participar de la visión de Dios cara a cara, en cuerpo y alma. “Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3, 2).

La resurrección de Jesús y sus apariciones a los discípulos antes de su ascensión, marcaron un cambio radical de perspectiva en ellos. La predicación cristiana tiene su fundamento en la fe en la resurrección de Jesús, pues como dice Pablo: “Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación y vana es nuestra fe” (1Cor 15, 13-14). Es la esperanza en la resurrección la que da sentido a nuestra existencia, pues, como bien señala el Apóstol, si nuestra esperanza es solo para esta vida, entonces somos los más desdichados entre los hombres (Cf., 1Cor 15, 19). Si los muertos no resucitan – dice Pablo citando un pasaje del profeta Isaías (Cf., Is 22, 13), entonces “comamos y bebamos que mañana moriremos” (1Cor 15, 32). En otras palabras, la existencia humana austera, la práctica de la virtud, no tendrían racionalidad o sólido sustento si no existiera una esperanza ultraterrena y la justicia divina.

La respuesta por el sentido del sufrimiento de los inocentes, la injusticia sufrida en este mundo, no tuvieron una respuesta satisfactoria en el libro de Job, pues allí se partía de la hipótesis (contradicha por los hechos) que es solo en esta vida donde Dios premia o castiga. Por otra parte, no hay que pensar que la retribución divina sea solo para la “otra vida” y que debamos sufrir resignadamente esperando una recompensa ultraterrena.

En cierta ocasión Pedro le dijo a Jesús: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿Qué recibiremos, pues?” (Mt 19, 27). Jesús responde que todo aquél que lo deja todo por seguirlo no se quedará sin recompensa en esta vida y más allá de esta vida. “Recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna” (Mt 19, 29). ¿En qué consiste la recompensa en “esta vida”? No se trata de volver a la tesis del libro de Job, que como hemos dicho, no resulta sostenible. Ciertamente quien deja todo por seguir la Señor experimenta la felicidad ya en esta vida por estar cerca a Dios, aunque padezca persecución por ser fiel al Señor. Esa felicidad (con la paz interior que conlleva) es, sin duda, una recompensa invalorable ya en esta vida, la misma que alcanzará toda su plenitud después de esta vida. En ese sentido, el cielo (entendido como estar en comunión con Dios), no es solo para la otra vida, comienza en esta vida como participación en el Reino de Dios, Reino que alcanzará su plenitud con la segunda venida del Señor al final de los tiempos (Parusía).

Dios, ciertamente, no ha prometido a sus seguidores librarlos de toda prueba; más, aún, como se señala en el Evangelio de Marcos, junto al “ciento por uno” como recompensa en esta vida, también “promete” persecuciones, y en el mundo venidero la vida eterna (Cf., Mc 10, 30). Dios ha prometido estar con nosotros también en el momento de las pruebas y persecuciones, pero no nos exonera de la cruz y de las posibles tribulaciones. El creyente debe resistir firme en la fe, aun cuando su espíritu no encuentre sosiego en medio del sufrimiento. El problema planteado en el libro de Job (sobre el sufrimiento de los inocentes), tiene una respuesta satisfactoria solo a la luz de la revelación de Cristo, desde el misterio de su Pasión y muerte redentora en la cruz. San Pablo nos dice que “los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Rm 8, 18). El Apóstol nos habla de la alegría cristiana en medio del sufrimiento; y, cómo esos sufrimientos libremente asumidos pueden redundar en beneficio de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). Cristo glorioso, ciertamente no sufre, pero sufre a través de sus miembros (la Iglesia), Él se ha identificado con los pobres, los que sufren, los que tienen hambre y sed de justicia, con todos los excluidos de la tierra (Cf., Mt 25, 31-46). Dios no puede querer el sufrimiento de los inocentes. Él no nos pide que busquemos el sufrimiento, sino que seamos solidarios con el que sufre, siendo capaces de identificar, en el rostro del otro, el rosto sufriente de Cristo que nos cuestiona e interpela. Al final, será nuestro amor o desamor lo que decidirá nuestro destino eterno.

El juicio de Dios implica, finalmente, que habrá castigo eterno y recompensa eterna (vida eterna). Entre tanto, en esta vida, no podemos esperar una justicia plena. Hay que precisar que Dios no condena a nadie. La condenación no será una obra de Dios sino del hombre, como consecuencia de la decisión libre de quien quiso en este mundo vivir al margen de Dios ignorando al hermano. La Salvación, la vida eterna, en cambio, serán siempre una obra de Dios.