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Fe y Heroísmo en Tiempos de Pandemia

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En tiempos de guerras, catástrofes, pandemias, no faltan ejemplos de actos de heroicidad donde se evidencia la entrega y la generosidad desbordantes de algunas personas. Esos ejemplos nos animan y motivan, suscitan nuestra admiración y reconocimiento, nos muestran la grandeza de la cual es capaz el hombre. Si somos creyentes reconoceremos que esas personas son movidas por la gracia de Dios. En el Evangelio Jesús nos dice que “nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Nadie sería capaz de entregar libremente su vida por otros si no es movido por el Espíritu Santo, lo sepa o no. Nadie entrega su vida por otros sin fe y esperanza (explícitas o implícitas) en la vida eterna, aun cuando externamente se considere a sí mismo como un no creyente. Toda persona que entrega su vida por salvar la de otros es en realidad un creyente. La misma fe del creyente es un don de Dios. Es esa fe la que nos mueve a obrar el bien, pero no podríamos hacer ninguna obra buena y perseverar hasta el final en orden a nuestra salvación si el Señor no nos sostiene con su gracia permanentemente. Nuestro mérito (para alcanzar la vida eterna), radica en que las obras buenas que hacemos con la gracia de Dios, Él las hace suyas.

En estos tiempos difíciles que afronta la humanidad por la pandemia del coronavirus, hay personas que sacan a relucir lo mejor de sí mismos, su grandeza moral y espiritual, movidos únicamente por la compasión (que es una forma de actuación del Espíritu en nosotros). A muchos les puede parecer temerarios ciertos actos en los que se expone la vida, por el contagio de un virus, o en cualquier otra situación de altísimo riesgo. ¿Qué puede mover a estas personas a arriesgar su vida en favor de otros? Los héroes de la patria, generalmente, son reconocidos públicamente, se levantan monumentos para que los ciudadanos les tributen el honor debido y sean ejemplos para otros. Hay, desde luego, también muchos más héroes anónimos que no reciben el reconocimiento de los hombres. En todos los países que afrontan actualmente la pandemia del coronavirus encontramos ejemplos de generosidad y entrega en favor de los más vulnerables de la sociedad. Hay que reconocer el trabajo de alto riesgo que afrontan los médicos y todo el personal sanitario, los responsables de la limpieza, alimentación; varios de ellos se contagiaron y murieron a consecuencia de Covid-19. ¿Quiénes reconocerán su heroísmo?

Muchos países han decretado orden de inamovilidad de los ciudadanos (cuarentenas) obligándolos a permanecer en sus viviendas para evitar el contagio. Las consecuencias económicas y sociales son incalculables. Repentinamente, sobre todo en los países con alto índice de economía informal, miles de personas perdieron su fuente de ingresos para alimentar a sus familias. Los gobiernos han tratado de paliar la situación económica a través de subsidios o bonos para los más pobres, pero resulta totalmente insuficiente. De ahí la angustia generada en muchos hogares que no tienen lo básico para poder subsistir. En medio de esa profunda crisis, no ha faltado instituciones y personas particulares que contribuyen con donaciones.

La solidaridad se da sobre todo entre los más pobres que comparten desde su pobreza movidos por la compasión ante el dolor ajeno. Muchos quisieran que se volviera a repetir aquel milagro de Jesús de la multiplicación de los panes (Cf., Mc 6, 31-44); pero, en realidad el milagro podemos repetirlo nosotros multiplicando nuestros gestos de solidaridad. Si todos compartieran no habría pobreza ni hambre en el mundo, pero el apego al dinero es tan fuerte en muchas personas que endureciendo su corazón ignoran al pobre que sufre. Con razón decía el apóstol Pablo que “la raíz de todos los males es el apego al dinero” (1 Tm 6. 10).

El virus no hace distinción de personas, ataca a todos, pobres y ricos; avanza silenciosamente traspasando todas las fronteras y dejando una secuela de desolación y muerte, pone en evidencia nuestra total fragilidad. De nada sirven los más sofisticados sistemas defensivos militares de las grandes potencias, ni la alta tecnología. La esperanza es encontrar lo más pronto una vacuna. Es posible que en algunos meses se logre la ansiada vacuna; pero, nada nos garantiza que no apareceré un nuevo virus que vuelva a generar miedo y zozobra en el mundo. La ciencia y la tecnología deben seguir avanzando para alcanzar mejores condiciones de vida para la población; pero, con la humildad que le permita reconocer sus propios límites. El hombre tiene que volver siempre su mirada a Dios y poner toda su confianza en Él. La Escritura nos dice: “Dichoso el que confía en Dios, pues el Señor no defraudará su confianza; serán como un árbol plantado a orillas del agua” (Jr 17, 7-8; Cf., también Sal 1, 1-2). ¿En quién o en qué ponemos nosotros nuestra confianza?

Es la fe y la esperanza lo que nos da la fuerza para caminar aun en medio de la oscuridad. La fe está asociada a la escucha de la Palabra, pero también al “ver”. Creer es escuchar y al mismo tiempo ver. Solo al que cree y sigue al Señor se le revela la verdad como luz que ilumina las tinieblas: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). El papa Francisco nos exhorta a recuperar el carácter numinoso de propio de la fe, “pues cuando su llama se apaga, todas las luces acaban languideciendo” (Lumen Fidei, 4). En medio de la penumbra, del desconcierto, del sufrimiento y la angustia, Dios nos garantiza siempre su presencia al lado de nosotros. “La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” (Lumen Fidei, 57).

La fe no puede ser disociada de la caridad, es la fe la que nos impulsa a vivir la caridad. La fe no es un asunto meramente individual sino también eclesial, tiene un sentido profundamente comunitario. “La fe se vive dentro de la comunidad de la Iglesia, se inscribe en un ‘nosotros’ comunitario” (Lumen Fidei, 43). No solo pensamos en nuestra salvación individual sino también de los otros. La fe nos lleva a un compromiso con los demás en orden al bien común en la construcción de la sociedad terrena y sus relaciones sociales, preparándonos para habitar en la ciudad eterna.

La Iglesia también está aportando su cuota héroes (“héroes de la fe”). En efecto, muchos sacerdotes, religiosas y religiosas, laicos, movidos por su fe, están contribuyendo para ayudar a los más necesitados: llevando consuelo a los enfermos, distribuyendo los sacramentos, proveyendo alimentación y cuidados a los más vulnerables. Varios sacerdotes en diversos países (particularmente en Italia) han muerto contagiados por el coronavirus, cumpliendo heroicamente su misión de pastores. Quizá no sean reconocidos por los gobiernos, ni se les construya monumentos, pero recibirán del Señor la corona de gloria que no se marchita (Cf., 1Cor 9, 24-25; 1Pe 5, 4).