Si Escuchas Su Voz

Tolerancia y Verdad

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La tolerancia se funda en la verdad y en el respecto al otro, en su reconocimiento como persona humana. Esa tolerancia facilita la convivencia social. Todos los ciudadanos aspiramos a una sociedad justa, democrática, solidaria, inclusiva, tolerante. En una sociedad multicultural la tolerancia se hace indispensable. Debemos evitar imponer a los otros nuestra cultura (nuestras creencias, formas de ver el mundo, incluso valores en los cuales creemos y practicamos). Esto, no supone, sin duda, el relativismo de la ética, el pensar erróneamente que solo es posible una “ética de consensos” sin que importe la verdad o universalidad de determinados principios y valores. El relativismo absoluto es absolutamente inviable, es una postura contradictoria e indefendible.

La tolerancia no supone guardar silencio ante situaciones contrarias a la justicia y a la verdad. No se puede malentender y sacar de todo contexto la frase de Jesús: “No juzguen y no serán juzgados” (Mt 7, 1). La corrección fraterna entre los creyentes sigue teniendo plena vigencia, solo que hay que hacerla con actitud cristiana, sin convertirnos en jueces de los otros. En efecto, Jesús nos dice: “Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha habrás ganado a tu hermano” (Mt 18, 15). Hay situaciones extremas, donde las cosas no pueden quedar a nivel de una “corrección fraterna”, sino que se debe cumplir con la exigencia de justicia. La Iglesia ha tenido que pasar por difíciles momentos, acusada en varios casos de haber guardado silencio y no haber denunciado oportunamente los abusos contra menores. Determinadas acciones no solo constituyen pecados sino delitos, y como delitos deben ser denunciados a las autoridades correspondientes responsables de juzgar y aplicar sanciones penales. Hoy se habla de “tolerancia cero” ante los abusos sexuales.

En el Evangelio de Mateo se nos narra la conocida parábola del trigo y la cizaña (Cf., Mt 13, 24-30). se nos habla de un hombre que sembró en su campo buena semilla de trigo; pero, al poco tiempo vio que había crecido una mala hierba (cizaña) que él no había sembrado; los obreros le dijeron al dueño del campo ¿De dónde ha salido esa mala hierba? ¿Quieres que vayamos a arrancarla? Cualquiera hubiera esperado que el patrón ordenase arrancar la mala hierba, pero no fue así. Les pidió que tuvieran paciencia, pues en el afán de arrancar la cizaña podrían arrancar también el trigo; por ello, era preferible dejar que crecieran juntos hasta el día de la cosecha, entonces la cizaña sería separada y quemada. Jesús mismo explica a sus discípulos el significado de esa parábola (Cf., Mt 13, 36-43): Jesús es el sembrador de la buena semilla, el campo es el mundo; la buena semilla son los que están de parte del Señor, la mala hierba son los que están de parte del maligno, la cosecha es el fin del mundo. Con esto se nos dice que el mal estará presente hasta el final de la historia humana. ¿Significa esto que debemos resignarnos a convivir con el mal?

El hombre debe ser plenamente consciente de la presencia del mal en el mundo y de su incapacidad para erradicarlo totalmente. El maligno seguirá actuando hasta el final de la historia humana, pero hay que resistirle firmes en la fe. El maligno despliega su poder a través de las personas que son seducidas por el mal convirtiéndose en instrumentos del mal, también a través de organismos e instituciones, como por ejemplo aquellas que de modo sistemático realizan campañas para atentar contra la vida la vida de las personas más vulnerables. Asesinar a inocentes en el vientre materno no puede dejar de ser algo satánico, algo que sin duda produce mucha satisfacción al diablo. ¿Podemos ser tolerantes antes esos actos? Sin duda que no. La Iglesia no puede dejar de hacer sentir su voz profética en defensa de la vida humana. Diversas formas de esclavitud moderna, la trata de personas, son también formas concretas de la manifestación del poder del maligno.

La misma Iglesia es también tentada por el maligno, por el poder, la vanagloria. La mundanidad espiritual de la que ha hablado el papa Francisco es también una manifestación de la presencia del mal al interior mismo de la Iglesia. Una persona consagrada, en lugar de ser instrumento de la gracia, puede convertirse en instrumento del demonio cuando es seducido por éste. De ahí que el cristiano tiene que librar un duro y permanente combate contra el maligno; jamás podrá salir bien librado de ese combate sin la oración, sin la ayuda de la gracia. El demonio—nos dice la Escritura—como león rugiente ronda buscando a quien devorar, debemos resistirle firmes en la fe (Cf., 1Pe 5, 8ss). El mal, en consecuencia, no solo se manifiesta en el mundo, en la sociedad, sino también en las personas concretas.

La tolerancia, pues, no implica pasividad, indiferencia, apatía, o transar con el error y la mentira. Los profetas en el Antiguo Testamento, no dejaron de denunciar con valentía, el apartamiento de la Alianza, la instrumentalización del culto, las injusticias cometidas por personajes que se presentaban como creyentes. Isaías, por ejemplo, no tiene reparo en señalar con dureza la hipocresía de la gente que presume de ser “religiosa” y rendirle culto a Yahvé (Cf., Is 1, 11-17). Ese culto, señala el profeta, se ha vuelto vacío, no puede agradarle a Dios. El Señor—dice el profeta—no escuchará la plegaria de aquellos que tienen las manos llenas de sangre, de aquellos que obran con injusticia. Les conmina a que se purifiquen y que se aparten de sus malas acciones: “Dejen de obrar el mal, aprendan a obrar el bien; busquen la justicia, defiendan al oprimido; sean abogados del huérfano, defensores de la viuda” (Is 1, 17). En la misma línea, el profeta Amós condena la práctica de un culto separado de la justicia. El profeta fustiga a quienes compran a los débiles y “venden al pobre por un par de sandalias” (Am 8, 6). Podríamos decir que los verdaderos profetas eran intolerantes ante la injusticia, ante el relajamiento de las costumbres y el quebrantamiento de la ley de Dios. El profetismo es un compromiso con la verdad.

Tolerancia y verdad no se contraponen. La tolerancia no anula la verdad. Ante el maligno que despliega su poder no debemos tener ningún tipo de tolerancia. El diablo tiene que ser combatido con las armaduras de la fe, con él no es posible negociar ni ceder en nada. La tolerancia se práctica en otros ámbitos. Nadie debe hacerse cómplice del mal o guardar un silencio culpable ante las injusticias que se cometen; pero, una cosa es luchar contra el mal y otra condenar a las personas considerándonos a nosotros mismos como ‘buenos’, ‘justos’ o ‘puros’. Ser tolerantes con las personas no significa que aceptemos el error, la falsedad, el engaño, con el fin de llevarnos bien con todo el mundo. La tolerancia con los otros no es permisividad, relativismo moral o renuncia al sentido de justicia; no significa resignación ante el mal. Dios ama al pecador, pero no al pecado.