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Los Límites del Ejercicio de la Voluntad Autónom

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En círculos bioéticos se sigue debatiendo la cuestión de si el hombre, haciendo uso de su libertad y de la autonomía de la voluntad, puede, en determinadas situaciones en las cuales está convencido que no tiene razones para seguir viviendo, disponer de su propia vida. Un enfermo incurable, para poner término a su sufrimiento y a lo que considera una vida no digna, ¿Tiene el derecho a exigir que se le ayude a morir, bien sea con la eutanasia (“homicidio piadoso”) o mediante el suicidio asistido? El Estado ¿Está obligado a respetar un supuesto derecho a una “muerte digna” de un paciente y facilitarle los medios para eso, cumpliendo con algunas formalidades?

Existe abundante jurisprudencia internacional en favor de la vida y en contra a un supuesto “derecho a morir”. La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, en su Art. 1° señala que “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. El Código Internacional de Ética Médica, elaborado por la Asociación Médica Mundial indica que sigue vigente el Juramento Hipocrático de custodiar la vida de los pacientes en cualquier circunstancia: “velar con el máximo respeto por la vida humana desde su comienzo…” La Corte Europea de Derechos Humanos (Tribunal de Estrasburgo) señala que la eutanasia no es un derecho del hombre garantizado por la Convención Europea de Derechos Humanos. El deseo de morir expresado por el enfermo incurable o en estado terminal no puede constituir nunca un fundamento, ni ético ni jurídico, que justifique su muerte a manos de un tercero.

A nivel mundial, son muy pocos los países en los cuales es legal la eutanasia (Países Bajos, Canadá, Bélgica, Luxemburgo y Colombia), y el suicidio asistido (Suiza, Alemania, Japón, Canadá, y en algunos Estados de USA). Ciertamente que hablamos de situaciones límites, para los casos de enfermos incurables en una fase terminal, en la cual padecen de graves limitaciones físicas o psíquicas y muchos padecimientos. Se alega un supuesto “derecho a una muerte digna”, al respecto por la autonomía de la voluntad del que sufre, y que no tiene ninguna posibilidad de recuperación de su salud. La cuestión genera un intenso debate. En esta columna no respondemos a esa cuestión desde el magisterio de la Iglesia, puesto que inmediatamente se diría que esa respuesta valdría para los católicos. Cualquier respuesta que se dé – se dice – debe sustentarse en argumentos de razón, de modo que sean válidos para todos, independientemente de sus creencias religiosas. Aunque, en ninguna parte está dicho que las respuestas que contienen argumentos de fe no tengan racionalidad y validez para todos. La fe no está en oposición a la razón.

El problema de la licitud o no de la eutanasia y del suicidio asistido (basándose en la dignidad de la persona humana o en la autonomía de la voluntad libre), parte de una concepción de lo que sea la dignidad humana, lo que a su vez presupone una idea o concepto de persona humana.  La persona humana no es un “Yo puro” (una mera res cogitans, “cosa pensante”) como lo concibió Descartes, sino un Yo encarnado. El Yo puro de Descartes, como diría Hume, es un Yo vacío, un mero nombre. No se debe disociar o separar el concepto de persona humana de individuo humano. La persona, como decía Max Scheler, es la unidad de sus actos. El ser humano no tiene un cuerpo como si fuera un aditamento extrínseco al Yo, sino que su cuerpo es la forma concreta de estar en el mundo como persona. El hombre no es solo lo que es sino también lo que hace o deja de hacer. Como bien decía el filósofo José Ortega y Gasset: Yo no solamente soy Yo, sino Yo y mis circunstancias.

La autonomía de la voluntad, el ejercicio de la libertad, tienen como límite el respeto por la propia vida y la integridad de su cuerpo. En nombre de la libertad y la autonomía de la voluntad el hombre no se puede autodestruir, es decir: liquidar la propia libertad que él mismo exige como valor supremo e inalienable. No hay un derecho a la muerte que ejercita un “Yo puro” sino un “derecho a la vida” de un “Yo encarnado”. El debilitamiento de la voluntad de vivir por parte del enfermo, la pérdida del sentido de la vida, no anula su derecho a la vida, ni puede dar derecho a otro para que lo mate por piedad.

No puede ser ético el pretender aliviar el sufrimiento del enfermo matando el enfermo que sufre. Con esa misma lógica se pretendería eliminar a las personas (incluidos niños) que padecen de enfermedades neurodegenerativas, parálisis cerebral, fibrosis quística, entre otras. También se buscaría eliminar a los ancianos que en la última etapa de su vida ya no se pueden valer por sí mismos, aquellos que sufren de ciertas enfermedades como el Alzheimer y que son considerados como una “carga” para la familia y la sociedad. El homicidio “por compasión” no deja de ser homicidio. La compasión no puede ser utilizada para matar, sino para ayudar.

La dignidad humana es intrínseca a la persona humana, no se la puede dar el sujeto mismo, tampoco el Estado (que se limita a reconocerla, protegerla y defenderla). La dignidad humana es un principio rector de todo sistema jurídico, estando fuertemente vinculada a los derechos fundamentales; en tal sentido, todos los poderes y organismos públicos deben asegurar el respeto y desarrollo de la dignidad humana.

¿Qué entendemos por una vida digna? y ¿Qué entendemos por una muerte digna? No se puede reducir la dignidad de la persona humana a la calidad de vida de la misma, a las buenas condiciones físicas o psíquicas, ausencia de enfermedades graves e incurables. Puede haber condiciones físicas o materiales contrarias a la dignidad humana, pero eso no convierte una vida en indigna. Por tanto, es falso que una deficiente calidad de vida convierta una vida humana en indigna. Más aún, la dignidad moral de quien es capaz de superar esas deficiencias pone de manifiesto la grandeza del ser humano. En cambio, considerar indigna una vida humana por desarrollarse en condiciones físicas o psíquicas precarias, implica una concepción materialista de la vida, que relativiza el valor incondicionado de toda vida humana. Nunca será ético la eliminación deliberada de una vida humana, por muy precaria que sean sus condiciones de vida, porque la dignidad no depende de los condicionamientos externos. Lo ético será, más bien, mejorar en lo posible esas carencias y limitaciones. Una “muerte digna” es dejar que la vida siga su curso de manera natural, sin acelerar la muerte, tampoco prolongando artificialmente una vida, agudizando el sufrimiento del paciente terminal con tratamientos innecesarios (encarnizamiento terapéutico).

Los defensores de la eutanasia y del suicidio asistido argumentan que no se debe imponer una postura para todos en base a determinadas creencias o cuestiones de fe que no necesariamente comparte el enfermo desahuciado; pero, lo mismo valdría en sentido contrario, ¿Con qué derecho se pretende imponer a todos una postura fundada en la increencia de unas minorías? basándose en un visión materialista de la existencia humana. El relativismo ético es contradictorio, incapaz, por naturaleza, de proponer soluciones que valgan para todos.