Si Escuchas Su Voz

Perder para Ganar la Vida Eterna

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El Evangelio nos pone en guardia frente a los peligros de las riquezas, y de los obstáculos para el seguimiento de Jesús (Cf., Mc 10, 17-30). Se nos relata el episodio de una persona (Mateo dice que era un joven rico) que se acerca a Jesús para preguntarle: “¿Qué tengo que hacer para ganar la vida eterna?” (Mc 10, 17). Una pregunta fundamental pues, como dice Jesús en otro pasaje del mismo Evangelio, ¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si al final se pierde a sí mismo, pierde la vida verdadera? (Cf., Mc 8, 36). Ganar la vida eterna tiene que ser la meta o el objetivo principal de nuestra vida.

El joven rico del Evangelio era un cumplidor de la ley, guardaba los mandamientos. Lo que esperaba era que Jesús le añadiera alguna exigencia a las que ya cumplía, alguna práctica religiosa más; pero la respuesta de Jesús lo dejó desconcertado: despójate de todo lo que tienes, dáselo a los pobres y luego sígueme (Cf., Mc 10, 21). Jesús le pide dejar, no añadir; perder, no adquirir. Al escuchar las palabras de Jesús, el evangelista nos dice que aquél joven quedó “abatido por esas palabras” y “se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes” (Mc 10, 22). Para un judío que consideraba la riqueza como una bendición de Dios, estas palabras resultaban incomprensibles. Perder sus bienes para ganar la vida eterna no estaba en sus previsiones. Aquél joven pensaba que no debía haber ninguna incompatibilidad entre ser rico y ganar la vida eterna. Hoy también, hay quienes piensan que tener muchas riquezas no es ningún impedimento para ser cristiano. No se toman en serio esas palabras de Jesús: “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entre en el Reino de Dios!” (Mc 10, 23). Jesús no dice que sea “imposible” sino difícil; para graficar esa dificultad añade: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre el Reino de Dios” (Mc 10, 23).

El apóstol Pablo, en la Carta a los filipenses nos dice: “Todo lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Flp 3, 7-8). En otro pasaje afirma: “Nosotros no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él. Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso” (1Tm 6, 8). El apóstol dice que está preparado para vivir en la pobreza o en la abundancia (Cf., Flp 4, 12); nos exhorta a estar en guardia frente a la tentación de la codicia, pues considera que “la raíz de todos los males es el afán de dinero” (1Tm 6, 10).

Todas las personas tienen derecho a tener lo necesario para vivir dignamente, derecho a un justo bienestar económico. Dios no quiere la miseria, ella constituye una injusticia contra los que la padecen; pero, el hombre no puede poner en riesgo su propia salvación por el afán de tener. En la sociedad de consumo se ensalza el lucro como si fuera el fin supremo de la existencia humana, se valora a las personas por lo que tienen y no por lo que son.

Hay quienes pretenden cambiar la disyuntiva planteada por Jesús: “O Dios o el dinero” por la proposición conjuntiva: “Dios y el dinero”. En la primera proposición no hay término medio: “No pueden servir a Dios y al Dinero” (Lc 15, 13). Recordemos que en el Antiguo Testamento no se condena las riquezas, con tal que se compartiera. El Evangelio nos advierte de la tentación del dinero, específicamente de la codicia. Muchos quisieran tener una “doble seguridad”: Seguridad en esta vida (que supuestamente da el dinero), y seguridad para la “otra vida” (que supuestamente daría la religión). ¿Realmente el dinero puede dar seguridad?

El joven del Evangelio, quizá con buena fe, no quería perder la “doble seguridad”. El dinero le permitía tener bienestar material, comodidad, además hacer limosnas para los pobres; y, de esta manera pretendía también asegurarse para el más allá. Un negocio redondo: vivir bien aquí y además ganar la vida eterna; atesorar en la tierra bienes materiales y en el cielo los bienes espirituales. La respuesta de Jesús lo sacó de esos esquemas. Le quitó la ilusión de tener una doble seguridad: asegurarse en esta vida y para la otra vida. Esta puede ser también la ilusión de muchos que consideran la piedad como una forma de inversión: no quieren renunciar ni a Dios ni al dinero, sino que quieren quedarse con ambos.

El hombre que busca un cierto bienestar material, que es justo, generalmente nunca se contenta con lo que logra, siempre le parece insuficiente y entonces el afán de tener más se convierte en una obsesión; se vive para tener, y con tal de tener no importa cómo se tenga, no importa si se comete injusticias, no importa si se roba o se hace a un lado cualquier norma ética. De eso es lo que Dios quiere que nos liberemos: de nuestra esclavitud frente a las cosas, esclavitud que nos lleva finalmente a olvidarnos de Dios. El Señor nos invita a poner toda nuestra confianza en Él y no en las cosas. El dinero y todas las cosas materiales no son malas en sí, lo que es malo es la actitud del hombre que se apega obsesivamente a ellas.

Muchos podrán decir que el episodio del Evangelio no va con nosotros, puesto que como somos pobres no corremos ese peligro que generan las riquezas; pero, rico no es solamente el que posee mucho dinero, tiene posesiones, etc., rico es también el que se apega a lo que tiene, aun cuando sea muy poco lo que tiene, es aquel que no está dispuesto a arriesgar nada para seguir al Señor; en este sentido, hay muchos que se han hecho sus propias riquezas, aun cuando no tengan casi nada. Muchos prefieren confiar más en sí mismos, en sus propias capacidades, en sus propios proyectos, antes que en Dios. El creyente tiene, en cambio, que despojarse de sus propias seguridades para poder confiar totalmente solo en Dios.

Muchos estarán dispuestos a seguir a Jesús si se les impone un peso más, una práctica más, un mandamiento más; pero Jesús no hace eso, no nos asigna una tarea más difícil, nuevas reglas religiosas, más penitencias; nos pide más bien aligerar nuestra carga para poder seguirle, abandonar la ilusión de la doble seguridad o doble ganancia. Nos dice que para ganar hay que perder. Lo que tenemos que perder son nuestras falsas seguridades. El hombre siempre está buscando seguridades; eso, hasta cierto punto, es una actitud natural. El hombre quiere asegurar de algún modo su futuro, tener un bienestar económico. Todo eso puede estar bien si ello no comprometiese su destino final, el objetivo fundamental: asegurar la vida eterna. El peligro está en que el hombre considere las cosas no como medios sino como fines.