Si Escuchas Su Voz

Revelación e Iglesia

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Cuál es la función de la Iglesia respecto a la revelación recibida de Cristo y de los Apóstoles, y que está contenida en la Biblia y la Tradición? El Concilio Vaticano I (1870) enseña que para que podamos abrazar la fe verdadera y perseverar en ella, “instituyó Dios la Iglesia por medio de su Hijo unigénito y la proveyó de notas claras de su institución, a fin de que pudiera ser reconocida por todos como guardiana y maestra de la palabra revelada” (Dz, 1793). La Iglesia tiene el deber de defender la doctrina revelada, custodiarla fielmente e interpretarla auténticamente.

Si bien es cierto que Dios se reveló de muchas maneras, y la creación misma es una forma de revelación, y que Dios habló en el pasado a través de los profetas; sin embargo, al llegar la plenitud de los tiempos, Dios se ha revelado en Jesús, la Palabra encarnada. Nadie mejor que Cristo para revelar el misterio de Dios, pues Él ha estado siempre junto al Padre. Por ello, con Cristo nos llegó la plenitud de la revelación. La Iglesia enseña que con la muerte del último apóstol se cerró la revelación divina contenida en el depósito de la fe. “La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia” (Dei Verbum, 10). No podemos esperar ninguna nueva revelación pública, en el sentido que no esté contenida en la Escritura. La Palabra de Dios ha sido ya pronunciada de una vez para siempre. “La Sagrada Escritura contiene la palabra de Dios, y en cuanto inspirada es realmente palabra de Dios” (Dei Verbum, 24). Esa Palabra es, indudablemente, una palabra viva y eficaz que habla los hombres de todos los tiempos, de ahí que debemos escudriñar las Escrituras para saber lo que Dios nos dice en orden a nuestra salvación. La Iglesia nos dice que “los Libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios quiso consignar en dichos libros para nuestra salvación” (Dei Verbum, 11). La Iglesia nos exhorta a una lectura asidua de la Biblia, particularmente a aquellos que tienen el ministerio de la predicación, a fin de que “no sean predicadores vacíos de la palabra”, dicha lectura debe estar siempre acompañada de la oración (Dei Verbum, 25). Así mismo, “la Escritura debe ser el alma de la teología” (Dei Verbum, 24).

¿Qué rol le cabe a la Iglesia respecto al contenido de la revelación divina? A la Iglesia le corresponde, a través de su Magisterio, custodiar e interpretar auténticamente el contenido de la fe revelada. “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, lo cual lo ejercita en nombre de Jesucristo” (Dei Verbum, 10). La Iglesia está siempre al servicio de la palabra, como fiel cumplidora de la misión recibida del Señor.

La Iglesia debe ser entendida desde su real naturaleza, como misterio, como continuadora de la obra del Señor. La Iglesia, fundada por Cristo, es el nuevo pueblo de Dios. Esta misma Iglesia, que subsiste actualmente en la Iglesia católica, “fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu, y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos” (Lumen Gentium, 2). De una manera muy concisa, con cinco verbos rectores, el Concilio Vaticano II nos presenta la verdadera naturaleza de la Iglesia: prefiguración de la Iglesia (desde el origen del mundo); preparación para su constitución (en la historia del pueblo de Israel y la Antigua Alianza); constitución en los tiempos definitivos (fundación de la Iglesia por Cristo); manifestación pública por la efusión del Espíritu Santo (en Pentecostés: comienzo de la misión pública de la Iglesia); consumación al final de los tiempos (dimensión escatológica de la Iglesia). La Iglesia y su misión, no pueden ser comprendidas si se pierde el conocimiento de su verdadera esencia: Iglesia como misterio, como cuerpo místico de Cristo, como “sacramento”, como presencia del Reino de Dios en el mundo. “La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera y ansía unirse con su Rey en la Gloria” (Lumen Gentium, 5). La Iglesia, pues, es plenamente consciente de ser semilla del reino que crece hacia la consumación gloriosa al final de los tiempos (carácter escatológico de la Iglesia). No debemos, pues, mirar a la Iglesia como una organización meramente humana, ignorando su origen divino, su dimensión mistérica, y la visión escatológica. La Iglesia es santa por su origen, católica por su vocación universal, única porque Jesús no fundó otra iglesia. Esa Iglesia santa, animada por el Espíritu Santo, es ciertamente también una Iglesia compuesta por pecadores; ella misma necesita convertirse permanentemente para ser fiel a su naturaleza y misión.

Jesús fundó la Iglesia y le encargó la misión de anunciar el Evangelio por todo el mundo: “Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15). En ese sentido, la Iglesia es por esencia misionera, tanto que si dejara de ser misionera dejaría también de ser Iglesia. Los Apóstoles, tal como se nos narra en el Libro de los Hechos, asumieron a cabalidad el mandato de Jesús. En la Carta a los Romanos el apóstol Pablo nos dice que la fe (que es necesaria para la salvación) viene de la predicación de la Palabra. No se puede invocar a Dios si no se cree en Él, no se puede creer en Dios sin haber recibido la predicación; y, no habrá predicación si no hay misioneros enviados a predicar (Cf., Rm 10, 14-17). El mismo apóstol señala “Pobre de mí si no evangelizo” (1Cor 9, 16).

La palabra de Dios que se dirigió a los hombres, en un espacio y tiempo histórico determinado, por ser palabra viva debe llegar también a todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos para anunciarles el mensaje de salvación y convocarlos en un solo pueblo. Si la Iglesia, por voluntad libérrima de Cristo, es la guardiana e intérprete fiel de la palabra de Dios, entonces escuchar a la Iglesia es escuchar a Cristo que vuelve a hablarnos hoy. La Iglesia, ciertamente, no podría cumplir con la misión recibida si no estuviese asistida por el Espíritu Santo, que actúa como si fuera el alma de la Iglesia. Es la presencia del Señor a través del Espíritu lo que nos da la garantía de que no estamos en el error al aceptar lo que la Iglesia nos enseña sobre cuestiones de fe y moral, en todo lo debemos hacer para nuestra salvación. No podemos separar a la Iglesia de Cristo, tampoco podemos separarla del Reino de Dios. La Iglesia está al servicio de la Palabra, al servicio del Reino.