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El Contenido Concreto de la Moral

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Hemos dicho que la moral no puede quedarse en el planteamiento de principios abstractos con pretensión de validez universal, sino que debe concretarse en contenidos concretos que permitan resolver situaciones cotidianas. Tampoco podemos esperar una especie de “código” de normas, como sucede en el ámbito jurídico, pues resulta imposible codificar todas las posibles conductas que constituyen actos contra la moral, de modo que bastase comprobar que la acción esté tipificada en el “código de ética”. Cada persona debe estar en condiciones de realizar un discernimiento ético, aplicando los principios generales a las situaciones concretas, para determinar si su accionar es ético. Ciertamente que, en la práctica, las personas no suelen hacer un discernimiento moral aplicando las reglas de la lógica antes de actuar. El cristianismo tiene un decálogo que funciona como reglas generales del obrar. Siete de los diez mandamientos están formulados en forma negativa (prescriben lo que no debemos hacer): “no tomarás el nombre de Dios en vano”, “no matarás”, “no cometerás actos impuros”, “no robarás”, “no mentirás”, “no consentirás pensamientos y deseos impuros”, “no codiciar los bienes ajenos”. Puestos en situaciones reales, en algunos casos, bastará abstenerse en realizar la conducta prohibida; pero, en muchos casos, existen dudas o se plantean dilemas éticos, por lo que no resulta suficiente saber que está prohibido de manera general. Se requiere una conciencia ética adecuadamente formada para saber actuar en determinadas situaciones de duda razonable o para resolver dilemas éticos. La conciencia moral “aplica la regla general al caso concreto, pero juzga todavía en el orden especulativo, como dicen los escolásticos; es decir, juzga, sí, frente a la situación de que se trate, pero no dentro de ella, en el orden práctico. Se refiere al comportamiento muy concreto, sí, pero no mío, sino de ‘otros’” (Aranguren, E. Ética. Alianza Editorial, Madrid, 1990, p. 177).

La pregunta recurrente es ¿Cómo podemos saber si determinadas acciones nuestras son “moralmente buenas”? La respuesta dependerá, desde luego, de muchas variables: nuestras convicciones éticas, la idea que tengamos de bondad y perfección humana, de la aceptación de determinados códigos de ética que se constituyan en referentes para valorar nuestros actos, de la intencionalidad de nuestro accionar, entre otras.

El filósofo E. Kant nos propone una de las fórmulas del imperativo categórico: “Obra de tal modo que la máxima de tu acción pueda convertirse en una ley universal” (Kant, E. La Metafísica de las Costumbres. Tecnos, 2da. Edic., Madrid, 1994, p. 241), VI, 389. Así, por ejemplo, “mentir” no puede ser considerado jamás como moralmente bueno, pues no se podría establecer como “ley universal” que se puede mentir. Aquí no se nos dice de manera concreta qué es lo bueno o lo malo, no hay ningún contenido, sino una fórmula que actúa como máxima orientadora del obrar. Pero, ¿se podrá mentir si eso es necesario para salvar la vida de una persona?

Según Kant, la ética no da leyes para las acciones (eso corresponde al Derecho), sino solo para las máximas de las acciones. El imperativo categórico se presenta como una auto legislación, como manifestación de la autonomía de la voluntad. Según Kant, los deberes éticos son de obligación amplia, mientras que los deberes jurídicos son de obligación estricta. Por otra parte, “La virtud es la fuerza de la máxima del hombre en el cumplimiento de su deber” (IX, 394. O. Cit., p. 248). Considera que el cumplimiento del deber excluye la búsqueda de algún interés, también de la felicidad, aunque “Ser feliz es necesariamente el anhelo de todo ser racional, pero finito” (Kant. E. Crítica de la Razón Práctica. Espasa Calpe, 3era. Edic., Madrid 1984, p. 42). El hombre busca la felicidad; pero, para Kant eso no es el fundamento del obrar moral; la felicidad es de suyo indeterminada, “no puede nunca proporcionar una ley” (Ibid., p. 43).

Para Kant lo que determina la moralidad de nuestros actos es la motivación por la cual los realizamos: es moral si lo hacemos única y exclusivamente por el cumplimiento del deber moral; cualquier otra motivación que no sea el puro cumplimiento de la ley moral, según Kant, viciaría el acto, por muy bueno que objetivamente nos parezca; por ejemplo, ayudar a los pobres con la intención de ser recompensado con la vida eterna. En este caso “ayudar a los pobres” (caridad) aparece como un acto objetivamente bueno, pero quedaría viciado moralmente al hacerlo no por puro deber sino para “ganar una recompensa eterna”; peor sería si la motivación fuese de menor jerarquía, como por ejemplo que un político ayude a los pobres para ganar en una elección. En ambos casos, según la ética kantiana, por ser la motivación ajena al deber, hace inmoral el acto. En lo que Kant tenía razón es en que las personas son “fines en sí mismas”: “Únicamente el hombre, y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo” (Crítica a la Razón Práctica, O. Cit., p. 127). En consecuencia, las personas jamás pueden ser utilizadas como medios (cosificadas), ni siquiera para “ganar la vida eterna”. Si los cristianos hacemos obras de caridad en favor de los más necesitados es, ciertamente, cumpliendo los mandatos del Señor. El amor al prójimo se nos propone como un “mandato” y “deber”, aunque—según Kant—“no está en la facultad de ningún hombre amar a alguien solo por mandato” (Ibid., p. 122).

El cristiano, desde la fe, reconoce en el pobre el rostro de Cristo que nos cuestiona e interpela. En ningún caso podemos “instrumentalizar” a los pobres convirtiéndolos en medios, o en “peldaños” de una escalera para llegar al cielo (ganar la vida eterna). Para los cristianos las cosas no se hacen por puro cumplimiento del deber (como pretendía Kant), pues – como decía X. Zubiri- hay muchas acciones que no estamos obligados a hacer; y, sin embargo, hacerlas o no hacerlas tiene una connotación moral. Lo moral incluye el deber, pero va más allá del deber. Por otra parte, consideramos que una moral que prescinda de todo tipo de interés, sin ningún tipo de fruición, resulta totalmente quimérica.

La pregunta ¿Podemos amar a Dios y cumplir sus mandamientos sin ningún tipo de interés personal? pensamos que no está adecuadamente planteada, pues presupone que habría una especie de oposición entre “amor a Dios” y “amor a nosotros mismos”. Hay, ciertamente, intereses egoístas y malsanos que instrumentalizan a las personas; pero, también hay intereses legítimos, como es, por ejemplo, el interés en la propia felicidad. Puede considerarse como un “deber” buscar la felicidad.

La moral tiene que estar en relación con el sentido último de la existencia humana, con el fin del hombre. Para el cristiano, el bien supremo es Dios; y, la felicidad consiste en la contemplación de Dios (participación en la vida divina). En el caso de los no creyentes debe también existir razones válidas y suficientes para fundar las decisiones morales, más allá del puro deber kantiano. Otra cuestión es saber si bastan las motivaciones puramente filantrópicas sin una esperanza ultraterrena. ¿Será posible, razonablemente, para un no creyente dar la vida por otros sin esperanza de vida eterna? Puede, ciertamente, darse razones y motivaciones, pero la cuestión es determinar si son válidas y convincentes.