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La Conciencia Invenciblemente Errónea

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La verdad se nos revela, sobre todo, en el acto de juzgar. Aristóteles decía, de una manera sencilla, que estamos en la verdad cuando decimos que algo “es” (afirmación) y efectivamente “es” (conformidad con la realidad), o cuando decimos que algo “no es” (negación) y efectivamente “no es” (no es conforme con la realidad). El error es lo contrario de la verdad. La certeza, en cambio, es un estado del espíritu (puede estar en la verdad o en el error) que se caracteriza por la “seguridad” que tenemos al afirmar o negar algo. De ahí que podemos tener certezas que resultan “verdaderas” o certezas “falsas” (cuando no se corresponden con la realidad). Estar convencido que algo es como lo pensamos no nos garantiza que efectivamente lo sea, podemos ser víctimas de “falsas seguridades” generadas por el autoengaño.

Tanto la verdad como el error, por radicar en el juicio, son producto de la reflexión ¿Cómo, entonces, la inteligencia no se da cuenta del error? La falsedad del juicio procede no de que la inteligencia vea o comprenda algo, sino que, por el contrario, de que no lo ve. Hay múltiples causas que inducen a las personas al error. El error se hace posible por la ignorancia y la inconsciencia a la que se haya sujeto el espíritu humano. El principio de la ignorancia es la naturaleza finita del espíritu humano, por ello su conocimiento es limitado y debe progresar en la verdad por razonamientos inteligibles.

El juicio por ser un acto intelectual, su causa es la inteligencia; pero la inteligencia, dejada libremente, tiende a la verdad y no al error. Las causas del error hay que buscarlas, pues, fuera de la inteligencia. Según la filosofía escolástica, la causa del error habría que buscarla en la voluntad; pero la voluntad se orienta al bien, en ese sentido, el error no puede ser voluntario, nunca podría ser querido formalmente, nadie quiere vivir libremente en el error, sino que busca la verdad, salir de la ignorancia. El error es voluntario solo en cuanto que el juicio correspondiente aparece como un bien, ya que pone fin a la búsqueda de la verdad.

La sensibilidad contribuye también como una causa indirecta del error, en cuanto que puede “inducir al error”. La imaginación puede construir representaciones que no corresponden a la realidad. Los condicionamientos socioculturales, las pasiones o prejuicios adquiridos, pueden orientar la atención del sujeto a su propia conveniencia induciéndolo al error.

Se dice también que nadie puede querer el mal en tanto que mal sino en tanto que tiene la apariencia de bueno (sub ratione bonis). En ese sentido, Sócrates pensaba que el que obra mal lo hace por ignorancia; lo cual no implica que basta conocer dónde está el bien para hacerlo. La elección del mal moral no es reductible a una cuestión puramente intelectual, a un asunto cognitivo. Es un tema que tiene que ver con la libertad y la voluntad, con la condición humana, con los hábitos y las disposiciones para obrar el bien. La cuestión de por qué el hombre escoge el mal, aun cuando su conciencia le dice que es un mal, resulta inexplicable. Afirmar que escoge el mal bajo la “apariencia” de bien, es una especie de ficción que no se corresponde con la realidad del obrar humano.

El obrar moral presupone, de algún modo, la aceptación de ciertos principios o valores con pretensión de universalidad (válidos para todos), una ley moral tiene el carácter de universal (como la ley natural). Pero, los actos humanos son singulares, deben estar en concordancia con esa ley y valores. Se necesita, pues, de una norma próxima de moralidad. Es aquí donde entra en acción la conciencia moral, la misma que puede definirse como “el juicio del intelecto práctico que, a partir de la ley moral, dictamina acerca de la bondad o malicia de un acto concreto” (Rodríguez, A. Ética. Universidad de Navarra, Pamplona 1986, p. 99). La conciencia moral se constituye en la norma subjetiva de la moralidad, no en el sentido de que el sujeto se dicte su propia norma de manera autónoma. Por otra parte, la escolástica tomista distingue varios tipos de conciencia moral. Con relación al momento en que actúa: Conciencia antecedente (antes de la realización del acto), conciencia concomitante (durante la realización del acto), y conciencia consiguiente (juzga el acto ya realizado). Con respecto a su relación con la verdad, la conciencia puede ser: conciencia recta (si es conforme con la verdad moral), conciencia errónea (cuando considera como verdadero lo que de suyo es falso). A su vez, la conciencia errónea se subdivide en “conciencia venciblemente errónea” y “conciencia invenciblemente errónea”.

El error es producido por la ignorancia, que puede ser vencible o invencible. “Es invencible la ignorancia que domina la conciencia tan plenamente, que no deja posibilidad alguna de apartarla” (Rodríguez, A., O. Cit., p. 101). La ignorancia vencible es culpable, mientras que la invencible no lo es. Solamente la “conciencia cierta” es regla moral, “además de cierta, la conciencia debe ser verdadera o invenciblemente errónea para ser regla de moralidad” (Ibid., p. 102). Para santo Tomás, la conciencia invenciblemente errónea es “regla de moralidad” solo de manera secundaria, por cuanto que obliga solamente mientras dura el error, y de modo accidental, “porque no obliga en cuanto errónea, sino en la medida en que el hombre la considera verdadera” (Ibid., p. 103).

Un ejemplo concreto es la aberrante práctica de ofrecer “sacrificios humanos” a los dioses, presente en varias religiones del pasado. Estamos aquí ante un caso de “conciencia invenciblemente errónea”, pues quienes ofrecían a sus hijos en holocausto no lo hacían por “perversidad moral”, sino porque estaban plenamente convencidos que ese acto era bueno, que agradaba a sus dioses; no podían pensar de otra manera. En ese sentido, se sentían obligados por su conciencia a practicar esos sacrificios. No eran moralmente imputables; lo cual no implica una justificación de dichas prácticas.

La conciencia invenciblemente errónea, que corresponde a un autoengaño, puede darse también en situaciones actuales. Hay instituciones que en lugar de promover la “libertad de conciencia” buscan someter la conciencia de las personas que están bajo su dependencia organizacional, tratando de que no piensen y actúen por sí mismas. Hay quienes incluso, en nombre de Dios, manipulan las conciencias de los integrantes de su organización religiosa; y, no necesariamente lo hacen con conciencia de estar obrando mal, sino porque creen firmemente que su autoridad viene de Dios; y, consideran que sus disposiciones deben ser tomados por sus súbitos como “mandatos de Dios”, sin ninguna posibilidad para la crítica u objeción de conciencia. Tienen la “total seguridad” de estar actuando en cumplimiento de los designios de Dios; por ello exigen una “obediencia ciega” e incuestionable. Estas personas, pueden estar actuando con una conciencia “invenciblemente errónea”, que se convierte también en una “conciencia insuperablemente ciega”. Esos casos no solo se dan en grupos sectarios que no pertenecen a la Iglesia, sino que también pueden darse al interior de la misma, allí donde se exige obediencias ciegas para generar certezas. Una forma de antídoto contra las falsas certezas es el uso del pensamiento crítico reflexivo y el recurso a una duda metódica razonable.