El hombre es una realidad constitutivamente moral. Como ser libre, tiene que dar cuenta de sus actos y construir su propia “personalidad moral” a lo largo de toda la vida. Independientemente del concepto o idea que se tenga de la moral, la gran mayoría coincide en que hay ciertas acciones humanas que suscitan nuestra aprobación o rechazo, considerándolas “buenas” o “malas” objetivamente. Por otra parte, la experiencia moral y la experiencia religiosa son esencialmente diferentes, aunque suelen estar estrechamente vinculadas. Toda el que vive una religión debe regirse por determinados códigos éticos propios de dicha religión; en este caso la moral como contenido depende de la religión; lo cual no quiere decir que todas las convicciones morales no tengan sustento alguno fuera de la religión. Para quienes no profesan ninguna religión también es posible vivir una experiencia moral auténtica; aunque, resulte muy difícil fundamentar la necesidad de vivir las exigencias éticas sin una creencia ultraterrena, es decir: la experiencia ética tendría que abrirse finalmente a lo religioso para encontrar su fundamento último.
La respuesta a la pregunta ¿Por qué tenemos que cumplir con determinadas normas éticas? Dependerá mucho de cómo entendamos el obrar humano y cómo entendamos la ética. Desde Aristóteles se dice que “todos los hombres buscan a felicidad”; el problema está es saber en qué consiste esa felicidad, cuál es el contenido de la misma y de qué manera podemos lograrla. Para quienes somos cristianos la felicidad consiste en estar con Dios, gozar de su presencia. En ese sentido la plena felicidad tendrá lugar después de la muerte, con la visión de Dios (participación en la vida divina). Para quienes no son creyentes, por razones obvias, la felicidad se limitará exclusivamente a este mundo. Por otra parte, la felicidad en este mundo no puede ser un goce meramente intelectual, o la mera contemplación del bien y la verdad; tampoco puede reducirse a la práctica de la virtud. El hombre, ciertamente, tiene que llevar una vida virtuosa como parte de su crecimiento personal. No está dicho que la sola práctica de las llamadas virtudes humanas conlleve a la felicidad. El cristiano tiene que vivir, además las virtudes humanas, las teologales (fe, esperanza y caridad); pero, no se llega a ellas como en el estoicismo, no son resultado del esfuerzo humano sino de la gracia de Dios. Sin la gracia es imposible ser virtuoso y grato a los ojos de Dios. Lo cual, ciertamente, no nos dispensa de la cooperación de nuestra parte, de un cierto grado de ascesis, sin caer en actitudes neo pelagianas. Para el cristiano la felicidad nos es dada por Dios. En este mundo podemos ser felices en la medida en que caminamos en la presencia del Señor, lo cual conlleva al cumplimiento de sus mandamientos. Cumplimos sus mandatos porque amamos al Señor y nos dejamos mover por la gracia.
Las máximas generales tales como “hay que hacer el bien y evitar el mal” son demasiado formales. Nadie estaría en desacuerdo con ellas. El problema se presenta al momento de discernir en la práctica qué acciones pueden ser consideradas como “buenas” o “malas”. Los principios generales y formales tienes que concretarse. La mayoría de las decisiones que tomamos no son como consecuencia de un análisis científico o filosófico, no necesariamente son “lógicas”; o, en todo caso, se mueven con otro tipo de lógica (no científica ni filosófica). Por otra parte, el razonamiento que podamos aplicar para tomar decisiones de contenido moral es un tipo particular de razonamiento, no reductible a la lógica.
No resulta admisible la postura de Sócrates según la cual el que obra el mal lo hace por ignorancia. No basta saber dónde está el bien para actuar conforme a ese bien. El conocimiento teórico de la virtud no nos hace más virtuosos. La mayoría de las veces que se obra moralmente mal se hace con pleno conocimiento de causa, no por ignorancia. Hay que tener en cuenta, desde luego, lo casos en que se obra con “conciencia invenciblemente errónea” (en estos casos no hay culpa o pecado). Es cierto que, para entender mejor el obrar humano, resulta muy importante tener un conocimiento de los principios morales, de los actos humanos, de la libertad y sus condicionamientos; pero todo eso resulta muy insuficiente. Se hace necesario no solo formar adecuadamente nuestra conciencia moral sino también tener una disposición para obrar moralmente, pues, en la mayoría de los casos, las personas saben bien lo que “deben hacer”, pero no lo hacen. En el cristianismo explicamos esa conducta por la condición pecadora del hombre que se remonta al pecado original. San Pablo expresa magistralmente esa lucha interior: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino hago lo que aborrezco” (Rm 7, 15). El Apóstol señala que es el pecado que habita en nosotros (la condición pecadora del hombre) lo que nos arrastra hacia el mal: “Querer el bien lo tengo a mi alcance, más no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7, 18-19). ¿Significa esto que nunca podemos, por nuestra cuenta, obrar el bien? ¿Podemos excusar nuestras malas acciones en nuestra “condición pecadora”?
Hay que evitar dos posturas extremas: El rigorismo pesimista sobre la condición humana que termina negando la libertad para exaltar la gracia de Dios (como si existiera oposición entre ambas); y la otra postura, sostenida por el pelagianismo y el neopelagianismo, que exaltan la libertad y capacidad del hombre dejando en un segundo plano la gracia de Dios. La Iglesia enseña que el hombre no puede hacer nada bueno sin Dios y que la salvación es una gracia absolutamente gratuita. El libre albedrío del hombre no se perdió por el pecado original; sin embargo, si bien es cierto que el hombre sigue siendo libre, no puede hacer ninguna obra buena por sí mismo sin la gracia de Dios. La acción de la gracia no afecta en nada la libertad del hombre. Respecto al mérito por las buenas obras, la Iglesia reconoce que hay recompensa por las “buenas obras” que se hacen, pero la gracia de Dios precede para que se hagan. Es Dios, a través del Espíritu Santo, quien mueve al hombre a obrar el bien. Antecede la gracia; el libre obrar del hombre es acto segundo colaborando con la gracia (dejándose conducir por el Espíritu Santo). De este modo, como señala el Catecismo de la Iglesia, “el mérito de las obras buenas puede atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel seguidamente” (Catecismo, N.° 2008). Las malas obras, en cambio, son siempre exclusivamente del hombre como consecuencia del mal uso de su libertad.
En sentido estricto, “nadie se gana su salvación”, porque esta es siempre un don de Dios; pero esto no nos debe llevar al equívoco de pensar que “nada podemos hacer por nosotros mismos” tratando de justificar nuestra pereza o “acedia espiritual”, no queriendo asumir ninguna responsabilidad por nuestras acciones, aduciendo que no tuvimos la “gracia suficiente” para evitar el pecado, llevando una vida moral que no se condice con nuestra condición de creyentes.