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Los Demonios en la Biblia

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La presencia de ángeles y demonios en la Biblia resulta indiscutible, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. En esta columna nos referiremos a la presencia del demonio que, con diversos nombres, es mencionado en la Biblia. Desde el primer libro de la Biblia se nos habla de la actuación del demonio bajo la figura de la serpiente que induce a desobedecer a Dios (Cf., Gn 3, 1-15). En el libro de Job se nos narra la historia de las pruebas por la que pasó Job por insidia de Satán (Cf., Jb 1, 6-12); allí se hace referencia también al diablo como el “Leviatán”, el enemigo de la luz (Cf., Jb 3, 8; 40, 25). Igualmente, en algunos salmos se habla que Dios aplasta la cabeza de “Leviatán” (Cf., Sal 74, 14; 104, 26), también en Is 27, 1. En el libro de Tobías se nos habla del demonio “Asmodeo” (Cf., Tb 3, 8.16). En el primer libro de las Crónicas se dice que fue Satanás el que “incitó a David para que realizara el censo del pueblo” (1Cro 21, 1). El libro de la sabiduría nos dice que “por envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sb 2, 24).

En el Nuevo Testamento, se nos relata que Jesús fue tentado por el diablo (Cf., Mt 4, 1). El diablo se lleva, del corazón de algunos, la palabra de Dios sembrada (Cf., Lc 8, 12). El diablo es un homicida desde el principio; es el padre de la mentira (Cf., Jn 8, 44). El diablo es el que pervierte el corazón de Judas Iscariote para que traicione a Jesús (Cf., Jn 13, 2). Jesús dice que el fuego eterno “ha sido preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41). El Evangelio de Juan lo llama el “príncipe de este mundo” (Cf., Jn 14, 30). En el libro de los Hechos, Pedro nos dice que Jesús de Nazareth pasó haciendo el bien y “sanando a todos los oprimidos por el diablo” (Hch 10, 38). San Pablo nos exhorta a revestirnos de las armaduras de Dios “para poder resistir a las acechanzas del diablo” (Ef 6, 11). Nos dice que nuestra lucha es contra los “poderes de este mundo de tinieblas”, contra los “espíritus del mal” (Cf. Ef 6, 12). El Apóstol se refiere al diablo como el “dios de este mundo que cegó el entendimiento de los incrédulos” (2Cor 4, 4). Pedro nos dice que debemos estar alertas, pues “nuestro enemigo el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar” (1Pe 5, 8). En el Apocalipsis se hace mención al diablo como el “Dragón”, la “Serpiente antigua”, Satanás, que engaña al mundo entero (Cf., Ap 12, 9).

Los Evangelios nos relatan varios episodios de personas poseídas por el demonio, a quienes Jesús liberó. No podemos reducir esos relatos a supersticiones populares, o a enfermedades mentales que requieren de tratamiento psiquiátrico; o casos epilepsias, como parecería deducirse del relato recogido en los evangelios sinópticos (Cf., Lc 9, 38-43/ Mc 9, 17-29/Mt 17, 14-19). Allí se habla de un muchacho, de quien su padre refiere que está poseído por un demonio que “se apodera de él y de pronto empieza a dar gritos, le hace retorcerse echando espuma, y difícilmente se aparta de él, dejándole quebrantado” (Lc 9, 39). Señala también que los discípulos de Jesús no han podido expulsar a ese demonio (Cf., Lc 9, 40). Jesús ordena traer al menor, y “cuando se acercaba, el demonio le arrojó por tierra y le agitó violentamente; pero Jesús increpó al espíritu inmundo, curó al niño y lo devolvió a su padre” (Lc 9, 42).

Los evangelios nos relatan también la curación de un mudo endemoniado (Cf., Mt 9, 32-34; Lc 11, 14-15). La escena se desarrolla, después que Jesús ha curado a dos ciegos; en seguida que aquellos hombres se retiran de la escena, le presentan a un mudo endemoniado: “Y expulsado el demonio, rompió a hablar el mudo. Y la gente, admirada, decía: «Jamás se vio cosa igual en Israel»; pero, los fariseos decían: «Por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios»” (Mt 9, 33-34).

De una parte, hay quienes expresan su “admiración”, sorpresa o estupor, ante el prodigio realizado; pero, eso no necesariamente lleva a la conversión, a creer en Jesús. De otra parte, hay quienes hacen su propia lectura del hecho, aduciendo que el prodigio se ha realizado por el poder del mismo demonio, es decir: acusan a Jesús de estar asociado con el príncipe o jefe de los demonios. La ceguera espiritual los incapacita para ver la obra de Dios. Al no encontrar ninguna explicación razonable sobre la causa el prodigio, no encuentran otro argumento que atribuirlo al mismo demonio; lo cual, como lo hace notar Jesús, no resiste la más mínima refutación, pues aceptar esa hipótesis sería admitir que el demonio se hace la guerra a sí mismo (Cf., Lc 11, 15).

El Evangelio de Marcos subraya una suerte de paradoja: mientras Jesús devuelve la vista a los ciegos, hace hablar a los mudos, andar a los paralíticos, hay quienes dicen ver, pero padecen de ceguera espiritual; dicen oír, pero son incapaces de escuchar la voz de Dios; caminan, pero no están dispuestos a salir de su inmovilismo para seguir a Jesús. Otra de las paradojas es que mientras muchos, aun viendo las obras de Jesús (milagros), se resisten a creer e incluso algunos lo acusan de obrar con el poder del demonio; por otra parte, son los mismos demonios quienes reconocen a Jesús como “Hijo del Dios Altísimo”, es decir, hacen una especie de “confesión de fe”. En efecto, el Evangelio relata que “los espíritus inmundos, al verle, se arrojaban a sus pies y gritaban: ‘Tú eres el Hijo de Dios’” (Mc 3, 11). El endemoniado de Gerasa, al ver de lejos a Jesús, corrió hacia Él, se postró y gritó muy fuerte: “¿Qué tengo yo contigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes” (Mc 5, 7).

Marcos y Mateo nos refieren el caso de una mujer pagana que sale al encuentro de Jesús y le ruega para que expulse de su hija al demonio que la había poseído (Cf., Mc 7, 25-30/ Mt 15, 21-28). Después de un breve diálogo, Jesús reconoce la fe grande de aquella mujer. «Por lo que has dicho, vete; el demonio ha salido de tu hija» (Mc 7, 29). Se trata de una “expulsión a distancia”, pues, cuando la mujer volvió a su casa, “encontró que la niña estaba echada en la cama y que el demonio se había ido” (Mc 7, 30).

Los milagros de Jesús no causan la fe en quienes los observan, sino que presuponen la fe de quienes resultan beneficiados. Es la fe que permite descifrar los milagros. Habrá quienes consideren milagros cualquier curación de una enfermedad, a cualquier acontecimiento que no está dentro de lo previsible o esperado. Por otra parte, habrá personas que, por su falta de fe, nada les parecerá milagro; por ello, buscarán hasta la más insólita explicación para ciertos hechos no explicables desde la ciencia.