Si Escuchas Su Voz

Quien Más Ama, Más Se le Perdona

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San Lucas, en su Evangelio, destaca más que los otros evangelios la misericordia del Señor, por ello es considerado como “El Evangelio de la misericordia” y también como “El Evangelio del Espíritu”. De las tres llamadas “parábolas de la misericordia” (Cf., Lc 15, 1-31), dos de ellas, la “dracma perdida” y la parábola del “Padre misericordioso” (parábola del “Hijo Pródigo”), son propias de Lucas. Como síntesis del Sermón de la Montaña, Jesús, según el Evangelio de Lucas, dice: “Sean compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6, 36).

Uno de esos relatos en los cuales se destaca el amor misericordioso de Jesús hacia una pecadora es el episodio relatado en Lc 7, 36-50. Se trata de un relato propio de Lucas; no es el mismo episodio de la unción en Betania narrado por Mateo (Cf., Mt 26, 6-13). La mujer a la que se hace referencia no es tampoco María Magdalena, ni otra de las mujeres pecadoras que mencionan los otros evangelistas. Hechas estas precisiones, comentamos el relato de Lucas de “la pecadora perdonada”.

El contexto en el que se desarrolla el episodio es una comida, a la cual Jesús ha sido invitado por un fariseo (Cf., Lc 7, 36). Estando Jesús sentado a la mesa con el fariseo, se presenta una mujer “pecadora pública”, quien irrumpe portando un frasco con perfume; se postra ante Jesús, llora profundamente conmovida y con sus lágrimas le lava los pies, los seca con su cabellera y los unge con el perfume. Ante esta escena, el fariseo se siente “escandalizado”, pone en duda que Jesús sea realmente un profeta, pues no se habría dado cuenta que se trataba de una mujer pecadora; no lo dice abiertamente, sino que murmura interiormente; pero, Jesús que lee sus pensamientos lo interpela. Le cuenta una historia con el propósito de hacerlo reflexionar. La historia trata de un acreedor que tenía dos deudores, uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta; como no tenían con qué pagar, a ambos los perdonó. Jesús entonces le preguntó al fariseo ¿Quién de ellos lo amará más? (Lc 7, 42). El fariseo respondió: “Supongo que aquél a quien perdonó más” (Lc 7. 43). Jesús le dice que la respuesta es correcta. Todos nosotros, desde el pecado de Adán, somos esos deudores; y, la deuda de nuestros pecados resultaba siempre impagable; pero, Dios en su infinita bondad envió a su amado hijo para redimirnos y “saldar la deuda de nuestros pecados”. Tenemos, pues, muchos motivos para amar más al Señor, pues siendo pecadoras él entregó su vida por nosotros.

Dios no pone en un plato de la balanza todos nuestros pecados y en el otro todos nuestros méritos, para, según del lado que se inclina, emitir su juicio justo; pues, como dice el salmista: “Señor, si llevas cuenta de nuestras culpas ¿quién podrá resistir?; pero de ti procede el perdón y así infundes respeto” (Sal 129, 3-4). Efectivamente, el hombre está marcado por una historia de pecado; desde que nace viene en un contexto de pecado, “en la culpa yo nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 50, 5). La biblia destaca como uno de los rasgos o atributos de Dios, la compasión y misericordia: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad; no nos guarda rencor, no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas” (Sal 102, 8-10). Jesús, en los evangelios nos revela con su actuar el rostro misericordioso de Dios. Él mismo nos dice que no ha venido por los justos sino por los pecadores (Cf., Lc 5, 32); de modo que, si no nos consideramos pecadores, entonces Jesús no ha venido por nosotros. El apóstol Juan señala: “Si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8). Desde esa perspectiva podemos entender mejor la actitud de Jesús frente a la pecadora pública del relato que estamos comentando.

Aquella mujer es plenamente consciente de ser una “pecadora”, no pretende de ningún modo justificarse; sus lágrimas sinceras son señal de arrepentimiento, de “humillación” en el correcto sentido del vocablo. En efecto, ser “humilde” es reconocer que somos polvo de la tierra (humus), y que en polvo nos convertiremos, como se nos hace recordar en la ceremonia del miércoles de ceniza. Desde luego, no solo somos polvo, sino también soplo de Dios (Espíritu). De ahí que una de las formas para invocar el favor de Dios en una oración de súplica es aquella como la de Abraham que se dirige a Yahveh diciendo: “¡Mira que soy atrevido de interpelar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza!” (Gn 18, 27). El libro del Eclesiástico nos dice que “Dios creó de la tierra al hombre y de nuevo le hace volver a ella” (Si 17, 1); “polvo y ceniza son los hombres” (Si 17, 32); “¿Por qué se enorgullece el que es tierra y ceniza?” (Si 10, 9). Job, que no encuentra ninguna explicación a sus sufrimientos y desgracias que le suceden, exclama: “Me ha tirado en el fango, soy como polvo y ceniza. Grito a ti y tú me respondes, me presento y no me haces caso” (Jb 30, 19-20). No obstante, Job se abandona en las manos de Dios, renuncia a pleitear con Él. Ser humilde delante de Dios es reconocer nuestra real condición humana pecadora; pero no como forma de autodesprecio, pues hemos sido redimidos por Jesús, lavados con su sangre derramada en la cruz, somos herederos de la promesa de salvación.

Jesús valora la actitud humilde de aquella “pecadora pública”; cuestiona la soberbia del fariseo que se siente “justo” y que murmura por la actuación de Jesús al dejarse tocar por una pecadora. Jesús sabe muy bien que aquella mujer está necesitada de perdón. El gesto de la mujer de “humillarse” ante Jesús es una forma de oración de súplica que agrada al Señor. El episodio nos hace recordar el pasaje de la oración del fariseo y el publicano (Cf., Lc 18, 9-14). La oración del fariseo era una autoalabanza, una presentación de sus buenas obras, en la que expresaba su satisfacción por “no ser como los demás” (pecadores); en cambio la oración del publicano se limitada a reconocer su condición pecadora, exclamando: “Señor, ten compasión de mí que soy un pecador” (Lc 18, 13). Jesús nos dice que la oración que agradó a Dios fue la del publicano, pues “todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lc 18, 14). Igual en el presente caso de la mujer “pecadora pública”; Jesús lo que mira es el corazón de la persona, su fe, humildad, amor, arrepentimiento. Por ello, considerando la fe de aquella mujer, Jesús le dice: “Tus pecados quedan perdonados” (Lc 7, 48). Como dice san Pablo, somos justificados por la fe y no por las obras, en virtud de la redención obrada por Jesucristo (Cf., Rm 3, 24, Ga 2, 16). La fe, siendo respuesta libre del hombre, es también un don de Dios. Nadie se arrepiente si no es movido por el Espíritu Santo.